El fútbol suele ofrecer beneficios intangibles, casi invisibles. Chile está ante uno de ellos. Con un nivel preocupante de competitividad a nivel internacional, tanto en el plano de clubes como de seleccionados, encontrar un mecanismo de evolución es una excelente noticia, especialmente si se trata de un aporte externo ante un déficit interno.
Chile carga en la mochila un par de Mundiales consecutivos sin participar. Sus instituciones no conquistan la Copa Libertadores desde hace más de 30 años (Colo Colo, único en alcanzar la gloria, cosecha 1991). Hace tres décadas que un representante de la liga no llega a la final del máximo torneo continental (Universidad Católica).
Universidad de Chile se quedó con la Sudamericana en 2011: podemos hacer una lista de las cosas que hoy son parte de nuestro día a día y no existían cuando se ganaron esos trofeos. La crisis es profunda. Alexis Sánchez sigue siendo el embajador plenipotenciario por calidad y actualidad, pero no tiene certificado su contrato en las ligas top de Europa para la temporada 2023-24. El vínculo con la elite es endeble.
Chile no alcanza la decena de futbolistas en la clase premium del Viejo Continente (Premier, La Liga, Serie A, Bundesliga, Ligue 1). Con la camada dorada en la rampa de salida, es auspicioso el desembarco de tantos chilenos en el mercado argentino. No, no es una garantía total intervenir en el certamen de los campeones del mundo. No es un portal mágico, pero hay un diferencial integral.
No hay propiedad transitiva ni frases marketineras que se traduzcan en funcionamiento, pero sí fases de exigencia. El fútbol argentino no les va a asegurar continuidad: les va a reclamar compromiso para la oportunidad. Les potenciará el gen competitivo, la lucha interna por un puesto. No saberse titulares como en el torneo chileno y obligarlos a dar el salto. El ritmo, el roce, los espacios reducidos y hasta la malicia bien entendida, de ser aprovechados, les reportarán a estos jugadores un beneficio que al principio puede resultar invisible para el afuera e insoportable para el adentro, pero si atraviesan los desafíos, serán claramente mejores.
El fútbol argentino es una prueba de altísima dificultad, de rendimiento físico, deportivo y mental. Requiere otra disciplina, dentro y fuera del campo de juego. Chile ya cuenta con 12 futbolistas en el torneo albiceleste entre nacidos en el país y naturalizados: Matías Marín (Belgrano), Gabriel Arias (Racing), Paulo Díaz (River), Matías Catalán (Talleres), Thomas Galdames (Godoy Cruz), Alex Ibacache (Belgrano), Guillermo Soto (Huracán), Brandon Cortés (Boca), Rodrigo Echeverría (Huracán), Mauricio Isla (Independiente), Bruno Barticiotto (Talleres) y Javier Altamirano (Estudiantes).
En el menú conviven experiencia y juventud. Sobre los más jóvenes debe ponerse la lupa, no solo desde el fútbol argentino, sino desde el chileno. Si varios de estos jugadores crecen en los próximos años y se vuelven mejores, Argentina irá a buscar más talento a pulir a Chile. Será positivo, entonces, crear una sinergia: que Chile entienda, como país exportador, que a veces vender mejor no es simplemente hacerlo a quien más paga (no hablamos de jugadores de elite mundial), sino que, en varias oportunidades, ese talento de segunda línea o aún por explotar necesita atravesar un torneo de características como el argentino en lugar del mexicano, el estadounidense u otros mercados emergentes.
Si eso sucede, el beneficio será múltiple: para los clubes vendedores, que incluso pueden retener parte de la ficha de los jugadores para especular con la credencial VIP que tiene la Argentina a la hora de vender al exterior; para los futbolistas y también para el seleccionado. El contexto actual puede ser muy beneficioso para Chile. Primero requerirá el plus de sus futbolistas, pero también, a no muy largo plazo, el desarrollo de una política que no solo beneficie a la economía de los clubes, sino a ensanchar la base de jugadores para La Roja y a crear, por efecto espejo, una mejoría de su competencia interna.