Cuando Mateu Lahoz pitó el final del suplementario, nuestros corazones y nuestras cabezas se dedicaron pura y exclusivamente a prepararse para los penales. Después de un recorrido que fue primero hermoso, después una pesadilla, lo más importante era el desenlace de esta historia. Pero si miramos retrospectivamente ese momento, estuvo muy cerca de ser, “probablemente” (sic Lionel) la última imagen de Messi en un Mundial.

Ahora, con mayor tranquilidad, podemos tomar dimensión de lo que podría haber sido. Y en esta fase de eliminación directa de Qatar confirmamos lo que sabíamos, pero de forma equivocada: Messi es una máquina, pero no por su forma de jugar superior a la que creíamos que podía alcanzar un ser humano. Messi es una máquina del tiempo. Es un elemento diseñado para transmitirnos el pasado, para envolvernos en recuerdos, para referenciarnos en lo que fue.

En el partido contra Australia ya comentamos que Leo distintas versiones de sí mismo a lo largo de su carrera. El de los arranques de conducción en velocidad, el que llega al gol desde la derecha y al segundo palo, el cerebro que tiene el juego en la cabeza y el líder que se carga la responsabilidad al hombro. Ese día, el del partido mil, nos transportó en un recorrido de más de quince años de carrera.

¿Pero qué sucedió ante Países Bajos para que podamos sostener tamaña teoría? Esta vez, Messi nos llevó a recordar a grandes ídolos del fútbol argentino. Logró salir de sí mismo para acceder a un nivel más alto. Hay historia previa que se hizo carne en él. La asume, la procesa y la transmite.

A los 35 minutos del primer tiempo, recibió una pelota muy cerca del sector derecho. Parecía que se la complicaba el control, pero necesitó un solo movimiento para acomodarse, cuando el promedio de los futbolistas hubiera precisado tres toques. Luego, el engaño con el cuerpo: muestra que va para un lado, sale para el otro. Y finalmente, la mejor mezcla de arte y geometría para ponerle generosamente una pelota de gol a Nahuel Molina para el 1-0. Promediaban los años 70/80 y ante nosotros estaba el señor Ricardo Enrique Bochini.

Ese movimiento se enlaza con el ídolo siguiente. Porque de esa pelota del Bocha también aprendería el genio que le sigue. A los 73 minutos del complemento todo era felicidad porque, de penal, Messi establecía el 2-0. Entre gritos, emociones y repeticiones pasó de largo el festejo del capitán. Trotó hacia su objetivo, lo midió, lo encontró. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, metió freno, saltito para clavar los pies en el piso y las manos en las orejas, con las palmas hacia adelante. Era 8 de abril de 2001 y Juan Román Riquelme patentaba para siempre ese festejo. El destinatario esta vez no fue el mismo, pero bien podría haber sido. “Cuando no tiene la pelota, es uno menos”, dijo Louis Van Gaal sobre Román en 2022. Veinte años después, el DT repitió frase pero sobre Leo. Y le despertó el Ojo de Tigre.

 

Esa reacción ante lo externo, esa motivación deportiva desde lo extradeportivo, ese deseo de venganza y la afrenta que debe ser reparada tiene nombre y apellido en la historia del fútbol argentino: Diego Armando Maradona. Y nos ubica en un tiempo histórico: junio de 1986. Las dudas sobre el DT, los movimientos de un gobierno para intentar desplazarlo, los reparos al nivel del Diez, las versiones del periodismo. Combustible espiritual para que ese espíritu se despliegue en su esplendor en una cancha de fútbol.

Y ahí estuvo Leo, leyendo en las declaraciones del DT rival una declaración de guerra. Y ahí estuvo Leo para el gesto de “cerrá la boca”, para el “qué mirás” y para el “andá para allá”. Cosas que suceden y quedan (deberían quedar) dentro del campo de juego. Si la comparación futbolística entre los dos más grandes no era medida suficiente -el fútbol es mucho más que sus virtudes en la cancha- Messi tacha los casilleros en blanco que aparecían en la disputa. Es líder, lo construye, lo transmite. Y nos transporta a los recuerdos más felices, en tiempo presente.

El bonus track, el último link, sigue siendo con Diego: en la definición por penales frena su recorrido, mira al arquero, que va hacia su palo izquierdo. Y con la zurda la suelta suave al otro lado. Ni muy fuerte, ni muy esquinado. La pelota no se levanta del piso. Es gol argentino. Ayer, metafórico, contra Zenga. Ayer, literal, contra Noppert.

 

Messi es la demostración cabal de que el pasado nos pasa. Le pasa a él, en primera persona del singular. Le pasa a él, en primera persona del plural. Nos pasa a todos. En este fenómeno total que es el fútbol, logramos lo que todavía no nos ofrece la ciencia: podemos viajar en el tiempo. El Delorean de esta generación se llama Lionel Messi y nos ofreció dos travesías hermosas por lo que ya sucedió. Quedan dos partidos y el futuro es la llama de una ilusión que no se apaga con nada.