A mi abuelo lo perdí, lo perdimos, un año que no recuerdo de una edad que nunca logró descifrar. Lo internaron por única vez en su vida y no aguantó. No sé qué nivel de memoria tiene el olfato, pero seguro es un millón comparado con la vista y el oído porque lo que más recuerdo de él es el olor de los Marlboro que fumaba día y noche.

Día por medio que dejo la mochila tirada al lado de la cama de mi cuarto, tengo que ir corriendo a atender el teléfono que me da mamá porque es él: me llama para ir a almozar a afuera. Para llevarme a comer al mismo restaurante que a la noche lleva a mi abuela y a mi mamá y a sus amigos y a los amigos de mi abuela. Para sentarme en una mesa donde me cuesta horrores distinguir si el vaso con contenido negro es mi gaseosa o es su vino. Pruebo. Escupo. No es mi gaseosa. 

"Miguelito". Así le decían todos sus amigos, y eso que mi abuelo tenía más canas que el perro negro e intruso que se paseaba por el patio para buscar los huesos de la tira de asado que hacía en la parrilla del quincho. Le encantan tanto los autos que se compró un cuatríciclo para ir a buscar pan a una cuadra y media...

- No, esperame. ¿Cómo le encantan? ¿Lo perdiste o lo tenés? ¿Te llama para ir a comer o te llamaba? ¿Le decían Miguelito o le dicen?

Tenés razón. Me olvidé: cada tanto me olvido que mi abuelo se murió. No es culpa mía, eh. Mi abuelo trascendía todas las restricciones médicas que se le hacen a una persona mayor a los setenta años: lo veías entrar por el caminito de piedras con una caja roja y blanca de cigarrillos bajo el brazo, pasaba la puerta de entrada de la casa y automáticamente iba a manotear una botella de tinto. Íbamos de Carlos Paz a Buenos Aires de noche en su camioneta y de repente, cuando ya creía haberme dormido en las piernas de mi vieja, pegaba el grito: "¡Ja, 180!". Mi abuelo no era viejo, mi abuelo no parecía que iba a morirse. Sí, tal vez le costaba perfilarse cada vez que le tiraba la pelota para me patee un penal, pero vivía. 

- Ahí va: se murió tu abuelo.

¿Qué decís? Mi abuelo un día de estos me va a pasar a buscar para ir a almorzar: para que me confunda la gaseosa con el vino; me va a hacer subirme a ese vehículo del demonio pintado de amarillo para ir a comprar pan a la panadería que está a poco más de cien metros. Es cierto, no vino ayer ni anteayer. Tal vez ya me haya olvidado su cara, pero todavía respiro ese olor denso de los cigarrilos...

- Che, mirá la televisión: se murió Diego Maradona.

Estás loco. Ahora van a decir que no, que es una fake news. Seguro va a salir alguien a putear a alguna de las personas de su entorno; no digo a sus familiares porque a ellos se les dice familia, no entorno. Va a aparecer otra foto del Diego feliz. Sí, tal vez un poco distinto al hombre de barro de Boca y de Napoli, y más débil al que se levantaba de todas las patadas con la Selección Argentina. Pero esperá, ahí va a aparecer. Todavía falta que salga una vez a la Bombonera, que vaya una vez más al palco. Mañana va a tirar alguna frase de esas que dice él, esas de las que nosotros ni en mil años vamos a poder inventar. Maradona no se murió, boludo. Está vivo. ¿Cómo se puede morir un tipo así? Las paso a todas. A mí me dijeron que estaba en terapia intensiva cuántas veces: en Uruguay, en Cuba... ¿Y qué pasó? Siempre salió. Ahora se despierta y putea a alguno, haceme caso... Che, ¿y si está vivo de verdad? ¡Es eso! Me lo dijo un amigo que no me falla nunca: ¡hizo todo esto para vivir la vida que nunca pudo! Imaginate: muerto, no le van a romper más las pelotas. Sí, ¡es eso! Ya debe estar manejando un Scania con anteojos de sol rumbo a la ruta que lleva a alguna casita del Interior. Ja, mirá, hasta llegue a lagrimear un poquito. Seguro está contando los palos para ir a jugar al golf y preguntando cuánto salió Boca. Él está bien, Cordura. Está vivo.

- Lo intenté una vez más. Es un caso perdido el tuyo, Locura.