Los Juegos Olímpicos de Roma 1960 mostraron en plenitud la esencia pletórica de la denominada Ciudad Eterna. El Coliseo, el Arco de Constantino, las Termas de Caracalla y la emblemática Vía Appia, que en tiempos imperiales unía la antigua capital con Brindisi, el puerto comercial más importante con el mar Mediterráneo oriental que desembarcaba en Oriente Medio.

Hasta ese momento fueron considerados los Juegos Olímpicos más fastuosos e imponentes. Aquella cita olímpica quedó marcada a fuego por hechos que hasta mantienen su influencia. Por caso, la aparición fulgurante del maratonista etíope Abebe Bikila, el emperador descalzo, o los puños y las piernas danzantes de Cassius Marcellus Clay (luego Muhammad Ali), dos deportistas aún vigentes que se convirtieron en leyendas.

Pero no todo fue triunfos y celebraciones, claro. También hubo momentos álgidos y tensos. Dolorosos, también. Como lo que le ocurrió al ciclista danés Knud Enemark-Jensen que murió a los 23 años (nació el 30 de noviembre de 1936), durante la prueba de 100km contrarreloj. Knud Enemark-Jensen cayó poco antes de la meta. “El calor lo mató”, fue la primera explicación que surgió desde los propios deportistas y dirigentes. La temperatura, cercana a los 42 grados, pareció explicarlo todo. Causa a la que los cronistas de la época también abonaron, movilizados por el cimbronazo al que el público y la inmediatez (aún lejos de estos tiempos engañosos de redes sociales) los sometieron.

Aquel viernes 26 de agosto de 1960, Knud Enemark-Jensen colapsó durante la prueba y sufrió un fuerte golpe en la cabeza que lo dejó sumido en un coma irreversible. Horas después murió en el hospital Sant´Eugenio. La autopsia reveló la presencia de anfetaminas en su cuerpo para desatar un mar de conjeturas que rozaron hasta posibles conspiraciones.

El propio equipo danés, con el entrenador Olaf Jorgensen a la cabeza, salieron al cruce y, en un primer momento, desmintieron que el ciclista hubiera consumido anfetaminas antes de iniciar la carrera. Pero ante las evidencias y las presiones del propio rey danés Federico IX, quien expresó de inmediato sus condolencias a toda la comunidad olímpica, Jorgensen asumió su responsabilidad y admitió ante el Aktuel, órgano del Gobierno de su país, que “había proporcionado a varios corredores, que también se desmayaron a causa del calor y estuvieron hospitalizados varios días (entre ellos Knud Enemark-Jensen), un estimulante llamado Ronicol”, una droga que intensifica la circulación de la sangre, genera estimulación cardíaca y funciona como vasodilatador. En verdad, se trató de un fármaco que, en aquel entonces, se recetaba para el tratamiento del colesterol, y no una anfetamina como se informó inicialmente tras la autopsia que se le practicó en el Instituto de Medicina Legal y cuyos resultados sucintos no se comunicaron a la prensa hasta un mes más tarde.

“Los estimulantes mataron al olímpico Jensen. Jensen murió de deshidratación causada por la anfetamina en su sistema, aunque su cráneo también se había fracturado”, fue el mensaje que se bajó en todos los medios, aunque el informe médico completo jamás se hizo público y esa decisión no hizo más que agigantar un mito replicado por los principales médicos deportivos a mediados de la década de 1960. Por caso, el activista belga contra el dopaje, Albert Dirix, quien escribió en 1966 que “Jensen y dos de sus compañeros enfermaron gravemente como resultado del dopaje; para nosotros es una cuestión de conciencia y nada puede ser más criminal que destruir la salud o la vida de un joven deportista”.

Por su parte, Harold Jaspersen, jefe de la Delegación Olímpica de Dinamarca, sostuvo ignorar que el equipo ciclista de su país hubiera usado alguna clase de estimulantes y, algo contra fáctico,  que si lo hubiera sabido “lo hubiera evitado inmediatamente”.

Por aquel entonces, los organismos deportivos internacionales aún no habían planteado al dopaje como un problema fundamental en el deporte. De hecho, el frente crítico más tajante fue, y siguió amplificándose durante muchos años, aquel que criticaba a la profunda profesionalización del ciclismo que iba en contra de los ideales de amateurismo que promovía el espíritu olímpico. Algo que por estos días no se discute y reduce a aquella posición como una expresión casi naif e ingenua sobre el deporte en toda su dimensión que fue sometido a un proceso de radical mercantilización.

Para la Agencia Mundial Antidopaje (AMA), WADA en inglés, la muerte de Knud Enemark-Jensen fue considerada como el primer deceso por dopaje dado que en ese momento ninguna droga estaba reguladamente prohibida en ninguna ley nacional ni internacional. Meses antes de los Juegos, el presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), Avery Brundage, había manifestado su deseo de que el movimiento olímpico empezara a abordar el tema de las sustancias estimulantes.

Sin embargo, el consumo de anfetaminas o cualquier droga estimulante eran verdades de Perogrullo en el ciclismo, el atletismo, el fútbol y otros deportes. En rigor, no existía una política concreta y contundente contra el consumo de sustancias dopantes. Además, no existían medios de prueba ni consenso sobre lo que debía prohibirse. Por eso, cualquier atleta que usara una droga para mejorar el rendimiento hasta antes de los Juegos de Roma 1960, no violaba ninguna regla ni contravenía ninguna opinión médica o ética establecida.

A partir de allí, el debate interno en el COI derivó en la decisión de comenzar con los controles antidopaje recién a partir de los Juegos Olímpicos de México 1968, en una carrera en la que siempre, absolutamente siempre, se corre de atrás en una lucha desigual en la que la novedad le gana a la verdad.