+ Texto escrito el miércoles 25 de noviembre de 2020, día de la desaparición física de Diego Armando Maradona.

La única vez que vi en vivo a Maradona en una cancha lo insulté. Y lo insulté muchísimo.

Era un nene y Diego había venido a jugar a la cancha de mi equipo. Yo no entendía demasiado por qué todos estaban tan eufóricos con su presencia, pero por las dudas lo insulté a la par del resto. Ojo, también insulté a Navarro Montoya, al colorado Mac Allister, a la Tota Fabbri. Los puteé bien puteados a todos. Como a cada uno que se para enfrente de la camiseta que amo. Maradona fue uno mas.

Ese día mi equipo goleó y a Diego lo expulsaron (“Maestro, ¿usted está muerto?”). Yo acompañé su salida con insultos, para no perder la costumbre. Y ganamos, que al fin y al cabo era lo único que importaba.

Fue el tiempo el que me enseñó a querer a Maradona. Me enseñó a disfrutarlo. A valorarlo. A perdonarlo. A no compararlo. A sentirlo propio. Porque Maradona es eso. Es mío. Es tuyo. Es de todos. De los que lo quieren y los que lo denostan. Maradona es el verdadero jugador del pueblo.

Y mientras sigo intentando procesar una noticia que siempre aparecía en un horizonte impensado, Maradona me sigue enseñando cosas. Aprendí que se puede sufrir y mucho la muerte de alguien a quien nunca le olí el perfume, con quién jamás hablé, al que nunca abracé. Porque este nudo en el pecho no se va y promete no irse en un largo tiempo. Se puede, sí. Y duele mucho.

Perdón por el insulto, Diego, pero había que ganar. Y qué te voy a contar a vos de eso.