El aroma, ese inconfundible olor a goma recién fundido a partir de los fardos de caucho, se siente a metros de distancia. Una especie de agradable fragancia que acompaña a los pibes desde mediados de la década de 1930 penetra por las vías respiratorias de todo aquel que pasa por la esquina de Catalina Boyle al 3100, en Villa Lynch. Allí, a unas cuadras de la General Paz, la infancia vuelve y se mete en el cuerpo de cualquier grandulón que, como en una regresión a su infancia, intenta, con dudosa suerte, domar con el pie, con la cabeza o con la mano esa imperfecta esfera roja con rayas blancas. Allí, donde hoy la pelota Pulpo continúa repiqueteando y saltando a su antojo. Es cierto. Es real. La vieja y querida Pulpo resiste y subsiste a los embates de la globalización, a las crisis económicas y a la irrefrenable prepotencia de la tecnología que hoy tiene a millones de chicos, joystick o teclado en mano, como zombies “pateando” una pelota imaginaria como si fueran hologramas de Leo Messi o Cristiano Ronaldo. O, en su infancia, al propio Trinche Carlovich, el ídolo de Diego Maradona, un crack bien barrial rosarino que descolló en el fútbol de ascenso pero que se formó en las inferiores de Rosario Central. Para el Trinche, “el mejor regalo que me hicieron los Reyes Magos fue una pelota. ¿Sabés lo que era yo con esa maravilla saltarina de goma? No la tocaba más nadie. Ese regalo me alegró la vida”, contaba el mito meses antes de morir luego de sufrir un asalto en su ciudad para robarle su bicicleta.
Claro, yo no son épocas de vacas gordas. Y la Argentina (al igual que el mundo) ya no es la misma que ocho lustros atrás. La fábrica de la calle Pinto al 3700, en el barrio porteño de Saavedra, que llegó a estar abierta las 24 horas y los 7 días de la semana y donde se producían unas 5000 pelotas por jornada (en todos sus tamaños), es apenas un recuerdo del que sólo queda la fachada. Hoy, en cambio, la realidad es otra. “Esas 5000 pelotas diarias (entre todos los tamaños) de antaño es la misma cantidad que fabricamos de la número 6 (el tamaño más grande) en un buen mes”, dice Nicolás Cena, actual encargado de pelotas Pulpo. “Se arraigó en el imaginario del argentino. El secreto es que cualquier futbolista lo sabe: vos dominás una Pulpo y podés dominar cualquier tipo de pelota porque es muy difícil trasladarla y pegarle a un lugar determinado. Si lográs eso, sos un crack porque la pelota no es simétrica y porque no pesa lo mismo de un lado que del otro”, aporta Nicolás, de 43 años, bajo la atenta mirada de Luis, su papá quien a los 13, en 1966, colaboraba en la fábrica comandada por Don Gerildo Lanfranconi, el verdadero cerebro de la pelota más nacional y popular de la Argentina, quien junto con su hermano Arístides fundaron años después (en 1958) la empresa G. Lanfranconi SRL.
La idea de Don Lanfranconi fue revolucionaria, única. Acaso irrepetible. A partir de su trabajo como operario en Pirelli, Don Gerildo se dedicó a la elaboración de productos derivados del caucho. De allí surgió la vieja y entrañable Pulpo que atravesó generaciones y cobijó los sueños e ilusiones de miles y miles de pibes en las calles de tierra y empedrado del país. Para eso creó un sistema que le permitió inyectar goma de color rojo sobre la goma blanca, lo que determinó su rayado tradicional. Tiempo después, al rojo se le agregó el azul. ¿Y el nombre de la pelota dónde se originó? Muy sencillo, a partir del apodo con que se conocía a Don Gerildo. “Se llama Pulpo porque Don Lanfranconi, según cuentan, tenía mucha fuerza y podía levantar los fardos de caucho que en ese momento pesaban unos 100 kilos (hoy, en cambio, pesan 35). Él lo levantaba del piso con un solo brazo. Como a él lo llamaban el Pulpo, la pelota terminó con ese nombre que hoy todos recordamos”, rememora Luis. Y su hijo añade: “Había un folclore sobre el nombre que no es real. Se decía que su nombre venía de las viejas pulperías que había en los barrios. Entonces, la pelota que vos encontrabas ahí era esa. Es un mito que suena bastante real. Pero no, no surge de los almacenes de barrio”.
Luis y Nicoás Cena, hoy a cargo de pelotas Pulpo. (Gentileza Carlos Sarraf / Enganche)
La fábrica se dedicó primordialmente a la producción de artículos moldeados en goma. Además de la pelota Pulpo, confeccionaban, por caso, sopapas, bolsas de agua caliente, pipetas para enema, las etiquetas para las zapatillas Topper o parte de las suelas para los calzados Febo, cuerdas para triciclos (la cubierta de goma que cubría sus ruedas metálicas), pelotas de pelota paleta (las negras que tiene un bola de metal en su interior) y pelotas de tenis (marca LAN-GER, denominación formada con las tres primeras letras del apellido y las tres del nombre paterno).
El éxito de la pelota Pulpo fue casi inmediato y Don Lanfranconi se convirtió en un célebre empresario. “Todos los pibes podían tener una. Fue un producto revolucionario porque era de fácil acceso”, señala Nicolás quien enseña cómo es el proceso aunque no revela qué es ese líquido o juguito que lleva adentro con olor a amoníaco y que brota como un volcán cuando la caprichosa pelota de goma se pincha. “El líquido que sale de la pelota cuando se corta es lo que nosotros vulgarmente le decimos chimichurri que es el secreto. Es como el sabor de la Coca Cola”, reconoce entre risas mientras indica que el proceso se inicia a partir del caucho y en una producción en serie se logra moldearla con el calor como paso final. “La forma de fabricar la pelota no cambió, es la misma de siempre. Es un proceso a partir del caucho, lo único que se incorporó fue la raya que se empezó a hacer con doble extrusora. Dejó de ser pintada a mano y se incorporó al proceso. La raya blanca se pintaba con un pantógrafo, sacabas la plancha de goma color rojo, bajabas un sablón y hacías el dibujo de la raya. Nosotros le llamamos mezcla de goma. Después se ponía al horno y salía la pelota terminada. Hoy, si cortás la pelota en modo de incisión y ponés el perfil de la pelota en su espesor, se nota el blanco”.
Frente de la fábrica de Don Gerildo Lanfranconi, en Saavedra.
Otro se los secretos de la Pulpo es que no es una pelota simétrica, no pesa lo mismo de un lado que del otro por el tipo de armado que tiene. La Pulpo tiene un lado totalmente liso y otro donde se une la pelota en el que posee una costura que se une a partir de la matriz; y tiene un taco de goma de un centímetro que se mete hacia adentro para impedir que salga el famoso líquido secreto. Ese taco es el que genera el sonido tic tic tic tic al moverla a gran intensidad como si fuera un sonajero. “Parece como si tuviera adentro un pedazo suelto que golpea con los lados internos”, avisan los Cena.
Pero entre los avatares y vaivenes económicos, la pelota Pulpo llegó a la compleja década menemista. La funesta etapa de los ’90 donde la convertibilidad del inefable Domingo Cavallo regaló, por un lado, inolvidables y mesiánicos viajes por el mundo, y, por el otro, propició la lenta agonía de la industria nacional con una trepidante deuda externa. En ese momento, en 1994, Juan Carlos Lanfranconi, el hijo y heredero de Don Gerildo (que murió en 1972 y su hermano Arístides en 1967), decidió bajar las persianas. Sin embargo, las hermanas Diana y Susana, herederas de la parte Cena de la empresa (“Lanfranconi era la parte pensante y creativa, además de oficiar de ingeniero; los Moreno, la contable, y los Cena, la comercial”, explica Nicolás) quisieron continuar por las suyas.
Los Cena, en su fábrica de Villa Lynch (Gentielza Carlos Sarraf / Enganche)
“Los Lanfranconi no siguieron. A Juan Carlos, su hijo, no le interesaba porque durante el 1 a 1 la importación liquidó el mercado. Con el costo que vos acá hacías una pelota de tenis importabas un tubo con tres pelotas listo para exhibir. En la década del ’90, mis tías hacían magia para mantener abierta la fábrica. En 2004 mi papá se sumó y se hizo cargo de la fábrica”, advierte Nicolás. En ese momento, el país volvía a padecer una nueva crisis económica y Luis Cena, que había perdido todo tras la recesión de 2001, intentó ponerse de pie con un producto que para él nunca morirá. “Su idea era volver a imponer la pelota Pulpo. El mercado era muy reducido. Como él no podía estar en la fábrica y, a la vez, salir a vender lo solucionó de una manera difícil de sobrellevar: la fábrica abría de madrugada y cuando el personal se iba a las 6, mi viejo salía a vender y repartir. No vivía, literalmente”, detalla. Y continúa: “Empezó por Once, donde hoy se concentra la mayor parte de nuestra clientela y uno a uno fue ganando clientes hasta poder expandirse en la Costa Atlántica y en el interior. Tenemos clientes de toda la vida que. Por ejemplo, en Tucumán hoy nos hace pedidos el nieto del dueño originario que tiene 86 años y que le compraba la Pulpo a fines de los `60. En Córdoba pasa lo mismo. Los negocios más antiguos de Once que compraban en los `60 y `70 hoy nos siguen haciendo pedidos”.
Para los Cena continuar con lo que Don Lanfranconi inició hace más de 80 años se convirtió en una oportunidad, una chance de mantener vivo un juguete tan noble y sencillo como una pelota. “Apuntamos a que sea la pelota de inicio en el fútbol de los más chicos. Por eso, nos vinculamos con los clubes de barrio. Ahora, los chicos no juegan en la vereda, los potreros casi que han desaparecido y las sociedades de fomento se mantienen como pueden. Entonces, los clubes de barrio asumieron roles fundamentales y en crecimiento en los que es la estructura barrial”, apunta Nicolás. Ahí, en Villa Lynch, el club Pinocho que vivió tiempos complejos hace unos años retomó el auge como espacio deportivo en el barrio. “A ellos les hemos dado tandas de pelotas y ahora van por la quinta reposición de pelotas que nos compran. Hoy tenemos 9 empleados fijos en planta y 2 vendedores en la calle. Mi viejo hoy se encarga de la parte directiva y del mantenimiento de las máquinas, y yo estoy en la parte de la administración, del reparto y de cubrir las ausencias en la fábrica. No faltan las veces en las que estoy mezclando porque no pudo venir alguno de los chicos y debo parar, pegarme una ducha para atender a clientes que vienen. Es todo muy pequeño, una Pyme familiar en comparación con más de 80 empleados que llegó a tener Pulpo en su época de esplendor”, analiza.
Ella, la Pulpo, fue la responsable de que millones de pibes pudieran comenzar con los primeros sueños, en forma de garabatos, de patear una pelota de verdad. Y hoy, más de 80 años después, vive o, mejor dicho, sobrevive tan rápida, elástica e impredecible como cuando las calles no eran de asfalto y oficiaban como gran parque de diversiones.