Nos hemos acostumbrado últimamente a que la lectura de los hechos esté teñida por el color de camiseta. Los ojos ven lo que el corazón quiere ver y no lo que la cabeza indica. A veces hasta la cabeza ayuda al corazón a argumentar lo que necesita. El Superclásico que acaba de pasar no es la excepción.

A los 90+3, Darío Herrera decide que el toque Agustín Sandez sobre Pablo Solari significa una infracción y cobra penal. Lo dije en la transmisión: yo no estoy de acuerdo. No me termina de quedar claro el contacto y no creo que fuera lo suficientemente fuerte como para desestabilizar al jugador de River. Es una situación absoluta de interpretación. No es factual.

Hay dos pecados capitales que un árbitro puede cometer en relación a un fallo: el invento –cobrar algo que no fue- o la omisión –no sancionar algo que sucedió. Este caso no me parece que cuadre dentro de ninguna de las categorías. Herrera no imagina nada, simplemente interpreta lo que ve. Después, podemos estar más o menos de acuerdo con la decisión, pero es necesario apelar a la paleta de grises y no quedarse en blanco o negro.

Tenemos también una responsabilidad a esta altura a la hora de comunicar en relación a lo que el VAR debe o puede hacer. No podemos seguir repitiendo que el árbitro tiene que consultarle. No siempre ha funcionado de esta manera, pero la videoasistencia solo está para intervenir en caso de que crea que haya evidencia incontrastable para revertir un fallo. Está para capturar hormigas, no para cazar elefantes. ¿Es este un caso claro donde el VAR debía aparecer para llamarle la atención a Herrera? De ninguna manera. No sorprende que hayan dado vía libre a la decisión inicial. Al no tener los audios (no de este partido: de ninguno en el fútbol argentino), no tenemos la posibilidad de saber qué se dijeron.

Donde sí podría haber intervenido fue la hecatombe, el homenaje superclásico a Pablo y Pachu. Mientras Miguel Borja celebraba, se desataba la tercera guerra mundial con titulares, suplentes, lesionados, seguridad, cuerpos técnicos, allegados. Tuvimos videos, planos abiertos, planos cerrados y otros elementos como para hacer justicia en la distribución de las sanciones.

Pero nada de todo esto explica lo que para mí fue un mal arbitraje de Darío Herrera. No hay que mirar en el 90+3, pese a la disidencia que ya marqué, sino en el desarrollo general del partido. El primer error que comete el árbitro es amonestar a Rodrigo Aliendro a los tres minutos de juego por una infracción que no ameritaba tarjeta. A partir de entonces, la vara quedó lo suficientemente baja como para empezar a repartirlas por todos lados, pero sin ser consecuente a la hora de evaluar las segundas amarillas que implicaban expulsiones. Se equivocó en todos los planos.

Desde ahí, el árbitro empezó a muñequear el partido, a compensar una injusticia con otra, a aplicar criterios diferenciales para los dos lados. Daba la sensación de que quería terminar el clásico con los 22 jugadores. Su manejo general y sus decisiones disciplinarias fueron las que marcan lo que fue una pobre labor. Mucho más que ese penal a los 90+3.