En la historia de la lucha libre, por no decir del deporte mexicano en general, solamente dos salvajes difíciles de controlar han sido queridos e inmortalizados por la gente: Cavernario Galindo y Perro Aguayo. Su personalidad cavernícola, expresada con violencia desmedida arriba de un ring, se volvió entrañable.

La fama de su despiadada forma de luchar trascendió a distintas manifestaciones culturales. El Cavernario, por ejemplo, es uno de los cuatro personajes que protagonizan el enfrentamiento ficticio de la canción Los luchadores, rola con que Conjunto África pone a bailar incluso a quien tiene dos pies izquierdos al ritmo de “la arena estaba de bote en bote…”.

 

En ese mismo plano de la ficción, pero en la pantalla grande, el Perro Aguayo provocó que niños salieran tristes y enojados de las salas de cine tras haber sido el causante de la muerte de El Ángel; Rogelio Guerra encarna en Ángel del silencio a un gladiador mudo y noble que lucha por ayudar a un orfanato hasta que fallece como consecuencia de la golpiza que le propina el Can de Nochistlán en el cuadrilátero.

Pero a diferencia del Cavernario Galindo, el Perro Aguayo abrazó al tiempo para figurar como leyenda viviente en dos siglos, XX y XXI. Esa causalidad temporal trajo consigo que lograra acomodarse en el afecto y gusto de una generación que superó la percepción de que la lucha libre era un deporte exclusivo para la clase baja. 

Pedro Aguayo Damián, su verdadero nombre, fue bien recibido por un público renovado, además de mantenerse consolidado entre aficionados que crecieron con él desde la década de los setenta. Arribar al año 2000, con más de medio siglo de vida a cuestas, no fue impedimento para que los espectadores engendraran euforia por su salvajismo y sus rudezas. 

Ese clic con la gente que abarrotaba la Arena México semana tras semana también se vio influido por la dupla que conformó con su hijo, ‘el Perrito’. Esa combinación consanguínea y generacional, de personalidades energúmenas sobre un ring, fue imán de taquilla y detonante de alaridos, mayor aún por sus enfrentamientos contra los hermanos Dinamita. 

El afecto hacia esa pareja se confirmó con la fatalidad que alcanzó a ambos, siendo más cruel con el mayor de los Aguayo. Después de retirarse en 2001 por un martinete que le aplicó Universo 2000 y que puso en riesgo su integridad física, el Perro Aguayo volvió cuatro años más tarde a los cuadriláteros para hacer mancuerna con su retoño y obsequiar su última marrullería como profesional: faulear a Máscara Año 2000 para quedarse con su cabellera y la de Cien Caras. Aquella lucha, sin saberlo, fue el entierro solemne del salvajismo que le acompañó a lo largo de su carrera.

Posteriormente, distante de la personificación que tuvo como luchador, Pedro Aguayo Damián fue visto como un adulto mayor que acudía a las arenas para apoyar a su hijo como si fuera un aficionado más. A manera de premonición, quizá, el señor se mantuvo cerca de Pedrito para disfrutarlo en sus victorias y sufrirlo en sus derrotas lo más que se pudiera. También lo hizo en el periodo crítico que su vástago padeció cáncer de estómago, enfermedad que superó para continuar como gladiador aguerrido.

Así fue hasta 2015, año en que el Hijo del Perro Aguayo falleció víctima de un paro cardiorrespiratorio. Con la muerte de Pedrito, el Perro Aguayo también murió en vida mediante la manera más injusta e indeseable para cualquier padre. ¿Cómo se le puede llamar vida a la terrible prolongación de los días ante la ausencia del ser más amado? ¿De qué forma puede obligarse al corazón a latir cuando el motivo más importante para ello ya no volverá?

Mientras que una parte de la afición luchística le lloró al luchador que había partido, otros tantos lo hicieron por empatía y consuelo hacia un papá que debió velar el cuerpo de su hijo. Esa tristeza insuperable e indescriptible se apoderó de Pedro Aguayo Damián hasta 2019, año en que su latido ya no soportó más permanecer en un mundo incompleto sin Pedrito.

Dos veces murió el Perro Aguayo. En ambas ocasiones, las generaciones que unificó de los siglos XX y XXI lloraron por él. El salvaje más querido de la lucha libre se fue dejándole un hueco en el alma a la afición, que hasta la fecha no sabe discernir si despidió al rudo incontrolable o al hombre que miles de personas quisieron abrazar por la pérdida que ningún padre debería enfrentar.