Messi es Messi. Y Maradona es Maradona. Suena a obviedad, claro está. Pero, ¿por qué no intentar hablar, escribir y decir desde otro costado? Uno más actual para evitar ese permanente recurso de comparar para igualar o diferenciar a esos “héroes del deporte” de carne y hueso que hicieron su historia con aquellos que, aquí y ahora, trazan la propia.

Será posible partir de una premisa diferente, más acorde a los tiempos que corren. Estos de inmediatez e instantaneidad, con lo bueno y malo a cuestas, para no quedar atrapados en un pasado que siempre, vaya uno a saber por qué y sin razón, parece mejor que lo actual.

Hace unos días, el colega Nacho Fusco ensayó una genial nota sobre Messi en la siempre recomendable revista Anfibia. Un texto entre disruptivo y emocional en el que el crack rosarino de 35 años, una vez más, vino a interpelarnos e imponernos un nuevo listón en cómo veíamos y mirábamos a un futbolista auscultado hasta el hartazgo.

Todo, en tiempos en los que las industrias culturales tienen al fútbol como mercancía central. Ya lo dijo Jeremy Rifkin (en “La privatización de los bienes culturales públicos”): “Ahora toda nuestra experiencia está siendo mercantilizada: la comida, los bienes que producimos, los servicios que intercambiamos y la experiencia cultural que compartimos”. Y aquí, el deporte, con el fútbol en la cúspide de esa pirámide industrial, tuvo en Messi a un genio perfecto. Uno que no cuestionaba, al menos públicamente, que no reclamaba. Uno que, para muchos, no parecía argentino, podría decirse. Hasta que empezó a serlo, ¿no?

La comparación suele ser una herramienta elemental para quienes practicamos el periodismo (y la vida también, claro). Pero ese uso permanente nos llevó a confrontar a Juan Manuel Fangio con Carlos Reutemann, a Guillermo Vilas con La Legión argentina (de David Nalbandian, Gastón Gaudio, Guillermo Coria, entre otros), a Gabriela Sabatini con cada proyecto femenino que empezaba a destacarse y, lógico, a Diego Maradona con Lionel Messi. Todas y cada una de estos careos partieron desde una subjetividad indisimulable: la temporal. Cada protagonista responde a una época única e irrepetible. Para qué intentarlo si sabemos que la máquina del tiempo, el DeLorean de Michael J. Fox no existe, no es real.

Y comparar, es tiempo de reconocerlo, es una forma, íntima y de nuevo subjetiva, de desmerecer. Antes a Reutemann, Vilas y Sabatini. Y, ahora, a Messi que, desde hace no más de un año y medio, no tiene contraindicaciones porque canta el himno, porque protesta, porque se anima a responderle en la cancha a Louis van Gaal con el gesto del Topo Gigio, porque responde con “quemirá, andapayá bobo” (más rosarino no podía ser) a Wout Weghorst, el destructor neerlandés de 1,97m de altura que, con la derrota consumada, pretendió victimizarse.

Messi es una máquina del tiempo, por Juan Pablo Varsky

Porque, digamos todo, ahora todos son (somos) hinchas de Messi. Los pibes, los que tienen menos de 30 años no hay dudas que siempre lo fueron. Pero los +40 que antes lo criticaban y hasta lo tildaban de catalán, ahora no se animan. O, si lo hacen, parecen ajenos a una realidad que no permite disidencias ni discrepancias (mucho menos si se trata de fútbol). Claro, los +40 vieron todas y cada una de las proezas de Maradona, todos y cada uno de sus infiernos y resurrecciones. En cambio, los -30 vivieron el mundo maradoneano a través de los ojos de otros: sólo en palabras de sus padres, abuelos, tíos o en YouTube o la red social que se les ocurra. Eso sí, los -30 fueron testigos de todo lo que podían pretender y soñar de Messi, su ídolo absoluto. Claro, los -30 no pierden el tiempo en comparar a Messi con Maradona. Para ellos, Messi es ese, el que no discutía, y este incorrecto que se enoja. Acaso, nosotros no cambiamos con los años, no modificamos conductas, formas, vínculos, afectos… Todos lo hacemos. Y Messi, también. Tal vez allí esté parte del problema, a esta altura, en la innecesaria comparación entre Messi y Maradona.

El esfuerzo por entender a Messi parece nimio. Messi es, a la vez, ese pibe de perfil bajo que creció con una generación de jugadores fantásticos que no pudo coronarse campeona. Un grupo de jugadores que debió vivir bajo el influjo comparativo con los campeones del mundo en México 1986 (incluso con los campeones de América de 1991 y 1993). Un grupo al que, ganadores de la nada misma, tildaron de fracasados en cuanta red social tuvieran a mano (sobre todo en esa cloaca de odio, atestada de haters, llamada Twitter). Y Messi es, también, este hombre cobijado en otro grupo humano que lo puso en un pedestal de idolatría tan llana como humana, en el que el 10 parece sentirse cómodo. Un espacio en el que sus compañeros lo defienden y ayudan a redescubrirse en este nuevo rol de líder. Sin más, bajo un grupo de 25 atorrantes fascinantes que lo adoran y veneran pero que lo tratan como a un par, como a uno más sin perder de vista que es el As de espadas con el que juegan cada partido como si fueran hinchas: con el corazón en las manos.

Tal vez sea tiempo de dejar tranquilo a Messi para empezar a aprender y aprehender a disfrutarlo tal como es: un hombre común que tiene el don de jugar mejor que nadie al fútbol, pero que no se siente más que nadie. Uno tan imperfecto y tan humano que hace más de una década, en lo suyo, es el mejor de todos y que, en su quinto Mundial y tras el título en la Copa América de Brasil 2021, ya no tiene objeciones. Uno, al que ahora todos quieren (queremos) ver campeón.