Todo comenzó el pasado mes de febrero: aquel momento, desde la Selección Colombiana Femenina pusieron un grito en lo más alto del cielo y denunciaron de forma inesperada abusos.

Es que el técnico, Didier Luna, aparentemente, dialogaba con varias jugadoras pidiéndoles "un pedacito de su corazón". Al recibir una respuesta negativa, el director técnico involucraba el ámbito laboral y señalaba: "No le ruego más, asuma las consecuencias". 

El primer paso fue dado: el cargo del entrenador fue puesto bajo la lupa y finalmente el mismo fue apartado en el mes de noviembre.

Lógicamente, como sucede, al salir a la luz dicho inconveniente, otras víctimas afortunadamente tomaron el valor y el empuje que les faltaban para también revelar sus propios casos y calvarios vividos.

Al accionar del elenco nacional mayor, más tarde se sumaron los de la Sub-17 e incluso algunos árbitros hicieron sus propias denuncias.

Desde las divisiones menores, la cuestión fue incluso peor: gracias a las sospechas del padre de la afectada, se sacó a la luz que una integrante de las divisiones Sub-17 había sido abusada.

"Me contó que un tipo de estos había tratado de sobrepasarse con ella. Había tenido una recuperación y este tipo se le metió a la habitación y había tratado de abusar de ella", explicó el padre de la joven, de la cual se desconoce la identidad por cuestiones lógicas.

Cual bola de nieve, todo fue de mal en peor al enterarse de las atrocidades acontecidas: aparecieron denuncias de personas que señalaban que fueron vetadas de la posibilidad de vestir los colores de su país por simplemente reclamar derechos. Parece una locura, pero esto verdaderamente sucedió.

El fútbol colombiano, mientras tanto, queda cada vez más y más opacado por las constantes acusaciones y denuncias que afortunadamente salen a la luz. Sacrificar la dignidad e imagen limpia del fútbol tricolor: un "mal" necesario a coste de lograr la justicia que todas las víctimas exigen y lógicamente merecen. Antes de ser profesionales, todos somos seres humanos.