Luego de 12 años sin Copas del Mundo por la Segunda Guerra Mundial, el torneo más importante del planeta volvió a disputarse en 1950 y, por vez primera, se disputó en Sudamérica. Brasil fue la sede elegida por la FIFA.

Un Mundial que estuvo rodeado de polémicas desde el principio. Por caso, a los alemanes se les prohibió participar por ser los principales responsables de la Segunda Guerra Mundial que hundió al mundo de 1939 a 1945 en un devenir adverso, la India se retiró porque a sus jugadores no les permitieron jugar descalzos y la Argentina decidió no participar por cuestiones políticas (cuenta la leyenda que Juan Domingo Perón sin certezas empíricas de que la albiceleste ganaría la contienda deportiva, optó por no enviar a su Selección).

Asimismo, este Mundial tuvo una particularidad. Una curiosidad extraña si fuera ahora: el torneo no tuvo un partido final clásico como lo conocemos hoy en día, tras dos cotejos semifinales. El campeonato se definió por medio de un cuadrangular, al que llegaron Suecia, España, Uruguay y Brasil (el local). Por aquel entonces, el sistema de puntuación era distinto al de hoy, al ganador se le daban dos puntos en lugar de tres.

En la última fecha Brasil debía enfrentar a Uruguay. Los locales venían de derrotar 7 a 1 a Suecia y 6 a 1 a España. Con esos antecedentes y con el envión de ser locales, aparecieron, lógico, como obvios y amplios favoritos. Mientras que los uruguayos apenas habían empatado 2 a 2 con los españoles y vencieron 3 a 2 a los suecos con un gol en el minuto 85.

Entonces, en el último partido que se jugó en el Estadio Maracaná, la Verdeamarelha con sólo igualar se alzaría con el deseado y esperado título. Y la Celeste dependía de un triunfo para volver a ser campeón como en 1930. Los charrúas necesitaban sí o sí la victoria en un contexto desfavorable.

El golazo de Alberto Schiaffino para poner el 1 a 1

El golazo de Alberto Schiaffino para poner el 1 a 1

Según estimaciones, al partido acudieron 174.000 personas. Cifra que eleva a ese match como el récord histórico de asistencia a un partido mundialista. Claro, todo estaba en sintonía brasilera y nadie podía pensar en que sucediera algo distinto. Todos visualizaban a Brasil con la Copa entre sus manos. El local, vestido de blanco, comenzó ganando 1 a 0 con un gol de Friaça a los 47 minutos. Cuando la fiesta parecía Verdeamarelha, salió a relucir la conocida garra charrúa. Uruguay consiguió dar vuelta el partido con goles Juan Schiaffino, a los 65, y de Álcides Ghiggia, a los 79. Con esa ventaja, Uruguay inició lo que se conoció como el Maracanazo por las dimensiones legendarias que tomó ese partido.

Tan fuerte fue el golpe que le asestaron los uruguayos que las autoridades brasileñas se “olvidaron” de entregar la Copa y fue Jules Rimet (presidente de la FIFA que le dio nombre a la Copa que por entonces se entregaba) quien hizo la entrega. Además, la desolación en el pueblo local fue tan aguda que algunas personas llegaron a suicidarse. Otro dato de color es que el autor del segundo gol, Ghiggia, falleció un 16 de julio de 2015, exactamente 65 años después de la hazaña en Brasil.

El segundo gran golpe: Mundial 2014, cuando Alemania vapuleó a Brasil

Philipp Lahm consuela a Oscar tras el 7 a 1 (Getty Images)

Philipp Lahm consuela a Oscar tras el 7 a 1 (Getty Images)

Si lo que sucedió en el Mundial de 1950 los brasileños habían recibido un cachetazo con el Maracanazo, nadie imaginó lo que sucedió en las semifinales de Brasil 2014. Tras 64 años, Brasil volvió a organizar un Mundial en 2014. Pero el fantasma de 1950 nunca se fue, jamás se esfumó. Su carácter sombrío rondó al país sudamericano desde que se conoció que volvería a ser sede de un Mundial. Y con ella, la presión que se ejerció desde afuera para los jugadores fue como un volcán a punto de estallar.

El entrenador de aquel equipo era Luiz Felipe Scolari. Técnico ganador en Corea-Japón 2002, parecía el indicado para soportar tanta presión que se tornó en crispación. Tenía grandes figuras como Neymar, Dani Alves, Marcelo y Thiago Silva. Pero exceptuando al crack surgido en la cantera del Santos, los otros grandes nombres eran defensores. Algo que en esencial estaba alejado de la historia del jogo bonito.

Brasil comenzó su Mundial con un triunfo 3 a 1 sobre Croacia. Más allá del resultado, el juego no convenció a los puristas defensores del ganar, gustar y golear. En la segunda fecha, la Verdeamarelha igualó 0 a 0 con México y en el cierre de la fase de grupos derrotó 4 a 1 a Camerún. El clima era tenso, casi espeso, y en octavos de final se cruzaron con Chile y tras un flojo empate 1 a 1 pudieron avanzar por penales. La presión cada vez era mayor, aumentaba al compás del calor y el fervor popular. En cuartos de final otra vez volvieron a quedar en deuda, a pesar de ganarle a Colombia 2 a 1. A un equipo que no convencía, se le sumó un espina que se pudo digerir: Neymar se lesionó tras una patada (casi criminal) de Juan Camilo Zuñiga.

En la semifinal, ese 8 de julio de 2014, lo que sucedió en el Estadio Mineirao, de Belo Horizonte, sin embargo, fue algo inédito. Tan insólito como, posiblemente, irrepetible. Alemania se aprovechó de la ausencia del astro local y también de la presión que se sentía en un estadio colmado en el que podía percibirse un ambiente denso. Con ese contexto, los teutones, como tiburón que ataca a una víctima herida, le pegó siete zarpazos letales. Siete goles (cinco de ellos en 20 minutos del primer tiempo) que los anfitriones apenas pudieron descontar sobre el final. El escándalo y la decepción en el país de la supuesta alegría fue total y absoluta. Incluso, algunos diarios pusieron sus tapas sin ningún titular, totalmente en blanco. Thomas Müller, Miroslav Klose, Toni Kroos, Sami Khedira y André Schürrle fueron los verdugos que, como convidado de piedra,  se aprovecharon del miedo escénico reinante para gestionar lo que se conoció como el Mineirazo.

O, la segunda vez que en Brasil acuño, en el fútbol, que la “tristeza nao tem fin”, aquella célebre frase del poeta y cantautor Vinicius de Moraes.