Son prácticos pero pasionales para recordarlo. “Era un dolor de cabeza”, coinciden exfutbolistas que enfrentaron a Pablo Hernán Gómez, principalmente aquellos que fueron defensas. Ahora en retiro, al paso del tiempo y con la ausencia física del delantero argentino fallecido en 2001, dibujan en su mente los movimientos, las carreras y definiciones que tenía el crack tuzo para reafirmar que los hizo sufrir.

Por su parte, la afición hidalguense que le vio jugar tiene presente con sonrisas al hombre que era pequeño de estatura pero grande de temple para hacer del balón su lenguaje. “Nos hizo creer que todo era posible y sí pudo ser posible. ¡Fuimos campeones gracias a él!”, recuerda un nostálgico seguidor tuzo que celebró aquel título del Invierno 1999 como lo mejor que le pudo haber pasado en la vida.

 

En otras palabras, Pablo Hernán Gómez no se olvida. Mucho menos cuando fue quien asumió la responsabilidad de hacer los goles para transformar al estadio Hidalgo en una aduana adversa para los equipos rivales. Esa cancha que en años anteriores era cheque en blanco para los visitantes y un templo de angustia para la afición local por los constantes descensos, se convirtió en un recinto respetado donde cada 15 días se construyó la oportunidad de materializar el sueño de lo impensable: ver campeón de primera división al Pachuca.

A Pablo Hernán le bastaba sentir la pelota en los pies y encontrar centímetros descubiertos para aniquilar a los adversarios. Era de esos pícaros que disfrutaban de encarar sin miedo a recibir patadas, pero sin exagerar una jugada de más como hacen otros delanteros. Era preciso, de timing intuitivo y certero. Para la gente que acudió al Hidalgo y para sus compañeros, así como para su técnico Javier Aguirre, la confianza hacia él era incorruptible.

¡Y cómo no! El tipo había alterado la historia habitual del Pachuca hasta ese momento, es decir, hizo olvidar el desencanto para engendrar la felicidad constante. Desde que apareció con la camiseta tuza puesta en el Hidalgo, ese estadio dejó de padecer los infortunios del descenso. Por el contrario, se acostumbró a ganar, a estar en lo más alto del futbol mexicano.

Difícil es que alguien le llore a Gómez porque se encargó, quizá sin proponérselo, de haber dejado pura alegría como legado. Para corroborarlo es suficiente pronunciar su nombre a una afición que desde 1999 se enseñó a ser feliz, muy feliz.