Riquelme es el último romántico del fútbol, pero el juego de palabras no se queda en el segundo nombre del 10, hay que buscarlo en lo profundo de la historia, en los conceptos del romanticismo como insurgencia ante lo mecánico.
La Revolución Francesa fue la revolución del hombre, de la razón. El Siglo de las Luces (XVIII) puso en popa al conocimiento, y el razonamiento humano, antes replegado, pasó a tener lugar en todas las áreas. De todas maneras en ese afán de medirlo todo, de controlarlo todo con la luz del razonamiento, aparecieron también sombras.
El romanticismo surge en ese contexto, como una reacción contra el racionalismo de la Ilustración, que había dejado de lado valores importantes, como el sentimiento.
Frente a la afirmación de lo racional, irrumpió la exaltación de lo instintivo y sentimental.
Frente a esa verdad universalizada que intentaba imponerse, el romanticismo propuso la entidad individual, dotada de capacidades variables y únicas. Cada hombre debe mostrar lo que lo hace único. En la poesía, donde gobernaba la matemática de la métrica, se propusieron rimas más libres.
En tiempos donde la verdad era la bandera, el romanticismo propuso a la belleza como esa verdad. En tiempos del 4-4-2 como verdad, Juan Román representó la lucha del enganche, del 10, del puesto más hermoso y creativo, que las fórmulas dejaron de lado.
El fútbol como manifestación de la belleza, como acto creativo, y no solamente como un espacio para ganar o perder. Podemos perder toda la vida, pero vamos a seguir jugándolo, vamos a seguir renovando esa ilusión cada vez que vuelve a rodar el balón. Y eso es porque hay algo más.
Ese algo más reside en el arte, en la fantasía. Y el fútbol es el deporte que más lugar deja para lo inesperado, la épica y la expresión creativa. Por eso no alcanza con sumar puntos y campeonatos, hay un relato que se impone, historias que calan hondo en los fanáticos.
Y Riquelme nutrió el fútbol argentino, y mundial, con esa literatura. Riquelme podía ganar o perder (y ganó mucho más de lo que perdió), que el hincha se iba a sentir realizado igual, contento de haber podido disfrutar un pase diferente, un control elegante, una pisada por fuera de las métricas líricas establecidas. Un jugador que no corría atrás de la pelota, uno, al fin uno, que rompía los rígidos esquemas.
Un pequeño homenaje de Bolavip:
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