Lo quiso. Lo soñó. Lo tuvo cerca y se lo arrebataron. En ese momento, seguro, se le vino el mundo abajo. Pero él creyó. Creyó más que nunca en los suyos y allí se refugió. Como cuando era un pibe y sus apiladas imaginarias lo tenían alzando esa belleza llamada Copa del Mundo.

Ahora que ya es campeón del mundo (y de América), Ángel Di María puede darse por satisfecho de haber convencido a propios y extraños. A los suyos y a aquellos que, más afines al odio pestilente de las redes sociales, lo miraban con desdén y hasta se animaban, ganadores de la nada misma, a pedirle que no jugara más en la Selección argentina.

Pero él, un obstinado de aquellos, siguió adelante porque tenía un plan, sabía a dónde conducir ese ángel que tenía adentro. Porque sufrió la derrota en tres finales consecutivas (Mundial de 2014 y las Copa América 2015 y 2016) como un lastre que lo llevó a pensar en capitular. Pero tuvo su redención en la Copa América 2021 y ahora levó aún más arriba el listón de la felicidad, de su felicidad, con la Copa del Mundo 2022.

En ambas finales, primero con Brasil y el domingo pasado contra Francia, la presencia de Fido Di María fue una de las llaves que abrió las puertas del Olimpo. Dos goles para llevar a la Argentina a lo más alto.

Un camino lleno de espinas hasta el Edén:

“Tenés tres opciones: Podés trabajar conmigo. Podés terminar la escuela. O podés probar otro año más con el fútbol”. Las palabras de Miguel Di María rebotaron como flipper frenético en la cabeza de Angelito, un pibe de 15 años. Mudo, casi petrificado, Ángel Di María apenas atinó a mirar a Diana, su mamá, que entendió todo (como siempre) y respondió: “Un año más en el fútbol”. Diez meses después, Ángel Di María saltaba a la cancha en el Gigante de Arroyito, el colosal estadio de Rosario Central, arropado con los colores que dice llevar en la sangre.

La vida de Ángel Di María (14 de febrero de 1988) bien podría ser el ejemplo de un guión cinematográfico perfecto. Pasó de la escuelita de fútbol El Torito a brillar en varios de los mejores clubes del mundo (Benfica, Real Madrid, Manchester United, PSG y Juventus), incluida la Selección de su país. La Argentina, su país increíblemente, el lugar donde más le costó lograr el afecto de sus hinchas. Un público, justamente, cargado del más peligroso exitismo y, mediado por las redes sociales (el lado negativo, por supuesto). Un público, complejo y afín a mostrar sus garras y fauces cuando las cosas “no salen del todo bien”. Un público, ya lo dijimos, ganador de todo sin haber ganado nada, por supuesto.

En ese contexto, Di María fue rey lejos de su tierra y casi un excluido en su propia geografía. Años de memes y risas al por mayor, de críticas despiadadas de señores vestidos de panelistas y de opinólogos con micrófono. Fideo supo reinventarse una y otra vez hasta ser hoy uno de los jugadores fundamentales de la Selección argentina que ganó el título del mundo luego de 36 años.

Sostén familiar:

De chico, su familia lo cobijó como al hijo pródigo. Su mamá, Diana, le marcó el camino mientras Miguel, su papá, intentaba lo que, años después, su hijo pudo cristalizar: ser un jugador profesional de fútbol. Imparable e impredecible, a partir de esa zurda precoz, Di María conquistó su primera liga infantil a los 6 años en El Torito.

Ese hecho, a priori minúsculo, fue el trampolín hacia Rosario Central, el club que, a cambio de 40 pelotas como parte de pago, gestionó sus inicios hasta debutar en la Primera (en 2005) de la mano del gran Ángel Tulio Zof, el artífice de una época dorada para los Canallas rosarinos con una exquisita generación de jugadores salidos del club, Di María entre ellos. Sin embargo, lo de Di María siempre fue una historia de redención.

Hasta la sexta división jugó poco y nada como titular. Incluso, los escasos minutos que entraba eran la Liga Rosarina y no en los torneos de AFA porque para los entrenadores, sumado al trabajo sigiloso de los representantes de los demás jugadores, no había lugar para Fideo. Se sabe, en inferiores, sin un agente, suele (¿solía?) ser complejo tener oportunidades en un mundo voraz como el fútbol formativo.

El Torito, el club en el que convirtió más de 60 goles, se encontraba a pocas cuadras de la casa familiar en Perdriel y Ávalos, pleno barrio Alberdi Oeste, lindante a La Esperanza, en la zona norte de Rosario. Y ese lugar fue el mejor remedio para un cuadro del que, por entonces no se sabía ni decía mucho: trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH). Con ese diagnóstico, el fútbol a toda hora fue el mejor refugio para Angelito, un chico menudito jovencito que iba de un lado al otro para despuntar el vicio de patear una pelota, al tiempo que imaginaba cómo apilaba jugadores como si fuera un barrilete cósmico.

Di María ya tocó la pelota por encima de Lloris para el 1 a 0 (Getty)

Di María ya tocó la pelota por encima de Lloris para el 1 a 0 (Getty)

Salvo, claro, cuando ayudaba a su papá en la carbonería que se llamaba como su papá (Miguel) embolsando o cargando bolsas que pesaban de 4 hasta 10 kilos. Él, corajudo como pocos, prefería jugar al fútbol pero entendía que la economía familiar no estaba para lujos. Apenas alcanzaba para comer y Angelito, junto con sus hermanas Vanesa y Evelyn, se arremangaban para “laburar” en el tiempo libre, fuera del horario del colegio.

El salto de Di María, el gran salto, lo dio con Carlos Ischia. En apenas 14 fechas como entrenador, Di María lo cautivó. Si bien Zof lo apuntaló y lo hizo debutar en Primera, luego, ni Leonardo Astrada ni Néstor Gorosito se animaron a darle vuelo a un desgarbado jugador que pedía su lugar a fuerza de “romperla” en la Reserva.

Y el cambio radical, pasar de jugar poco a jugar casi siempre, lo consiguió en las selecciones juveniles. De la mano de Hugo Tocalli, mano derecha de José Pekerman, en 2007, jugó el Sudamericano Sub 20 de Paraguay y luego fue una de las figuras argentinas que ganaron el Mundial Sub 20, en Canadá. Un año después, Fideo se quedó con la medalla dorada en los Juegos Olímpicos de Pekín 2008, con gol suyo en la final ante Nigeria. Luego de Tocalli, Sergio Batista le mantuvo la continuidad hasta que Alfio Basile lo llevó a la Selección mayor, donde se consolidó con Diego Maradona y Alejandro Sabella. Siguió con Jorge Sampaoli y terminó por convencer a Lionel Scaloni que debía ser parte del equipo. Tanto que su gol fue la llave a la Copa América de Brasil 2021. Un gol que rompió el maleficio de casi 28 años sin títulos para la Selección argentina.

El festejo de Di María, el corazón en sus manos (Getty)

El festejo de Di María, el corazón en sus manos (Getty)

Tanto trajinó y luchó Di María que, recién en 2021, logró su primer título con la Selección mayor. El mismo que logró con su amigo, el Enano, Lio Messi. El mismo que agradeció, a pesar de tanta crítica despiadada. “No es fácil mantenerse tantos años en la selección argentina con la cantidad y calidad de jugadores que hay en nuestro país. Recibí muchas críticas, pero llevo 124 partidos en la selección, creo que eso no lo logra cualquiera -le contó Di María a La Nación-. Yo lo disfruto como la primera vez. Poder convencer a cada técnico de que yo debía estar en la selección no ha sido sencillo. Entré al predio de la AFA con 15 años, mi primer técnico fue Hugo Tocalli, y llevar tanto tiempo nos provoca muchísima felicidad, a mí y mi familia, que es la que me ha sostenido. ¿Revancha? No, no lo tomo como una revancha. Sí, como un nuevo desafío, y el último en un Mundial con mi país”.

Y ayer, minutos después de la consagración, le dedicó un posteo a su mujer Jorgelina Cardoso y a sus dos hijas, Mía y Pía: “Jamás me dejaron bajar los brazos. Siempre estuvieron ahí bancándome a muerte. Solo quiero decirles muchas gracias por estar siempre a mi lado. Las amo con toda mi alma. CAMPEONES DEL MUNDO”.

Este es Ángel Di María, el fervoroso creyente de la Virgen de San Nicolás, ahí, cerquita de Rosario, el lugar en el que empezó a doblegar el destino y forjar el presente que siempre imaginó, hoy, con el título del mundo bajo el brazo. El mismo pibe que hombreaba bolsas, al tiempo que pateaba una pelota con la misma convicción. Una que recibió carrada de críticas antes de la idolatría actual. “Sé que muchos que me bancaron hasta en los malos momentos -en la misma nota con La Nación- y, hoy, también les agradezco a los que me putearon porque me hicieron seguir luchando por lograr mi objetivo, ese que llevaba adentro, y era ganar algo con la Selección”.