Al terminar la final entre Argentina y Alemania en México ‘86, Ricardo Bochini se sentía distante de la alegría de sus compañeros debido a que jugó apenas cinco minutos en la Copa del Mundo (contra Bélgica en semifinales), por lo que no creía meritorio celebrar de la misma manera que lo hacían Diego Armando Maradona y Jorge Valdano, quienes habían sido fundamentales para guiar a la Albiceleste al título mundial. En cambio, el tercer arquero, Héctor Miguel Zelada, lo festejó como si hubiera atajado en todo el certamen.

La felicidad de Zelada no era menor. Haber integrado el plantel campeón del mundo, sin importarle ser suplente de Nery Pumpido y Luis Islas, era el punto álgido del extraordinario periodo que vivía como futbolista profesional. Todo le salía bien. En esa época el destino lo abrazó para compensarlo con una consecuente serie de episodios afortunados.

Dos años atrás del Mundial fue el gran héroe de “la final del siglo” del futbol mexicano entre América y Chivas al detener un penalti a Eduardo Cisneros. Esa acción lo encumbró como ídolo americanista y lo inmortalizó como uno de los protagonistas de las épicas imborrables en la historia de los clásicos. Pero no fue cuestión de suerte.

Contrario a quienes consideran el tiro de un penalti como una ejecución azarosa, sus responsables (portero y tirador) lo valoran como una confrontación directa que requiere de talento para pegarle a la pelota o atajarla. Así quedó demostrado en esa final de la temporada 1983-84 que definió el camino de Zelada y Cisneros: uno se volvió leyenda laureada, el otro un olvidado maltratado.

Eduardo Cisneros, antagonista de aquel partido, reconoció que su falla fue un gran acierto del arquero. “Zelada fue más listo que yo”, le comentó en el exilio de la vejez a Félix Fernández al rememorar ese penalti que le cambió la vida para mal.

La declaración de Cisneros tenía una razón de ser: el portero americanista estudió su forma de cobrar penaltis. El propio exjugador de Chivas admitió que su pecado fue ser predecible, es decir, amarrarse al tradicionalismo de tirar siempre de la misma manera y al mismo lugar desde el manchón.

Zelada hizo lo que otros guardametas del futbol nacional no hicieron con anterioridad; Cisneros era un ejecutor perfecto, nunca fallaba, sin embargo, nadie lo había analizado como el argentino. La confirmación de que el arquero americanista lo tenía estudiado por completo sucedió en la temporada 1984-85, un año después de “la final del siglo”, torneo en que se reafirmó la gloria para el hombre de los guantes.

América y Chivas se cruzaron en Cuartos de final de la liguilla. Oh, broma cruel de la vida, el futbol puso nuevamente a Cisneros frente a Zelada en el manchón. ¡Y se repitió lo de 1984! En copia calca del año anterior, el jugador rojiblanco volvió a fallar; el guardameta americanista detuvo el tiro porque sabía a qué lado de su arco iba a ser tirado.

Entonces vino la tragedia de Cisneros. Fue sacado del campo por su entrenador, Alberto Guerra, para exhibirlo ante la afición del Estadio Jalisco, que además no le perdonaba el yerro de la final. Por supuesto, se fue abucheado. Su técnico tampoco lo convocó para el juego de vuelta en el Azteca, castigándolo de esa forma para iniciar el trámite de correrlo de Chivas, despido que aconteció tras ser eliminados por el América. Cisneros fue echado por la puerta de atrás.

Marcado por los penaltis de 1984 y 1985, menospreciado en el mercado por una salida en malos términos de Chivas, el jugador encontró acomodo en Irapuato, club del que también fue despedido por una causa injusta: no le pagaban su sueldo y exigió que se le cumpliera el pago de su salario. Haber reclamado le costó que lo corrieran. Como consecuencia de esta situación prefirió retirarse. Se alejó en silencio de las canchas, sin llamar la atención.

Así, mientras Cisneros se arrumbaba en el olvido salvo por el recordatorio de su nombre debido a los penaltis fallados contra América, Zelada era campeón del mundo sin necesidad de haber disputado un solo segundo como titular.