Imágenes de agencias fotográficas retrataron a Luka Modric, el director técnico Zlatko Dalic y otros jugadores de Croacia observando desde la cancha a los aficionados croatas que hicieron el viaje para alentarlos en las tribunas. Previo al inicio de los partidos, como si se tratara de un ritual o una sesión terapéutica, los futbolistas balcánicos rindieron instantes específicos para mirar pensativos y con seriedad a sus compatriotas entusiasmados en las gradas.

Pero no fueron los únicos. Los marroquíes hicieron lo mismo. Achraf Hakimi, Sofiane Boufal y demás seleccionados voltearon hacia las gradas mientras calentaban. Depositaron su mirada en los suyos, en su gente. Con rostros serenos dirigieron sus ojos hacia los aficionados que mostraban con orgullo su bandera nacional y transmitían, mediante cánticos, ilusiones en ellos.

Esa similitud entre Croacia y Marruecos trascendió en el campo. Jugadores de ambas selecciones fueron combativos, fuertes y con un manifiesto compromiso con la camiseta que portaron, una prenda que va más allá del honor futbolístico que en sí mismo significa. Para croatas y marroquíes es un símbolo de representatividad y conexión con sus respectivos pueblos. Es el sentido de pertenencia e identidad con sus naciones y raíces, con sus sociedades y sus conflictos.

Desde su primera aparición mundialista en Francia 1998, los croatas dejaron en claro que el balón es un poderoso motivo para estrechar lo deportivo con lo político y lo sociocultural. En otras palabras, le han dado sentido a la tesis que refiere al futbol como un reflejo de la realidad. Tipos como Zvonimir Boban, Davor Suker, Robert Prosinecki, por mencionar a algunos, fueron llamados “guerreros” en su época debido al incorruptible pundonor que exhibieron sobre el césped.. A partir de ese adjetivo, el periodismo deportivo y los aficionados en general voltearon a conocer su historia, enterándose e informándose que sus orígenes estaban ligados a la guerra, a la supervivencia entre el belicismo y la tragedia. Así, en la cancha, no solamente sentían una Copa del Mundo como un sueño cumplido más, sino también como un espacio de fuerza, esperanza y alegría para su sociedad.

El legado de esa generación ha trascendido hasta los seleccionados actuales, quienes además de preservarlo lo honran buscando llegar lo más lejos posible, tal como ocurrió en Rusia 2018 clasificándose a la final. En Qatar 2022, Croacia volvió a instalarse en el podio mundialista como una potencia emergente del futbol. Y en ese ascenso, los futbolistas croatas siempre tienen presente las raíces, el pasado y el constante devenir de su nación, de su pueblo.

Marruecos hace lo propio. En su inesperada pero loable participación mundialista de Qatar 2022, los africanos propiciaron que a través de la pelota surgiera el interés de prensa y futboleros por saber qué había detrás de los conmovedores abrazos entre jugadores y sus madres, así como de los enfrentamientos entre ciudadanos del país africano con ciudadanos de naciones europeas como Bélgica, España y Francia. La migración y la pobreza fueron temas que se pusieron sobre la mesa.

Achraf Hakimi, futbolista nacido en España y titular en uno de los clubes élite del planeta, mandó un poderoso mensaje al compartir abiertamente lo orgulloso que se sentía de su mamá, una mujer que trabajó limpiando casas para sacarlo adelante. No es menor que lo haya hecho. Independientemente del valor emocional que tiene como anécdota deportiva, la historia fue la reafirmación de su compromiso y responsabilidad con los orígenes y una realidad que, al igual que padeció su madre, enfrentan muchos marroquíes.

Hijos de migrantes, comerciantes ambulantes, desempleados y clase trabajadora, futbolistas marroquíes ponderaron el sufrimiento y la humildad de sus padres y abuelos como estímulo de orgullo para enfundarse la camiseta de su selección cuando bien pudieron elegir otra con base en su lugar de nacimiento. Ese apego y arraigo propició un vínculo armónico entre jugadores y aficionados para luchar por lo que se creía imposible.

Eso no ocurre con la Selección Mexicana. Por el contrario, la relación entre futbolistas y afición cada vez se enfría más. Desde el partido de ida del repechaje mundialista contra Nueva Zelanda en 2013, el Tri dejó de llenar el Azteca para hacer del Coloso de Santa Úrsula un auténtico recinto de festividad coral. Sí, es verdad, a las Copas del Mundo siguen acudiendo cientos de connacionales para echar porras, divertirse y ponerle el rasgo jocoso al evento. Pero en términos locales, el distanciamiento de los aficionados con sus jugadores en casa es notorio.

Aunado al debilitamiento de los llenos en la sede oficial para jugar como local, la Selección Mexicana ha sido objeto de críticas constantes por la continua desconfianza que genera. ¿Acaso solamente compete a lo futbolístico? De cinco años hacia acá, la gente desarrolló más animadversión que respaldo con los jugadores tricolores, a quienes se les hallan más defectos que cualidades.

La polarización social que se vive en nuestro país por diversos motivos, se transfiere al futbol por distintas razones. En el caso de los protagonistas del juego, molesta a la afición la opulencia que presumen. Las redes sociales son el escenario de expresión para ese descontento. Mientras que al futbolista nacional se le hace normal publicar sus lujos y estilo de vida, el aficionado percibe ese gesto como una afrenta, mayor aún cuando los costos para acceder al futbol como entretenimiento son elevados y miles de personas apenas tienen ingresos para cubrir sus necesidades primarias.

Hay seleccionados que perciben en el aficionado a un elemento tóxico e ingrato que les ha dado la espalda. En contraste, los seguidores del Tri ven en los futbolistas a figuras que construyen barreras paulatinas desde condicionar sus convocatorias como si la playera tricolor les estorbara hasta no mostrar carácter y determinación en el campo. Unos y otros se han enfrascado en una batalla psicológica por establecer quién es culpable del debilitamiento colectivo.

Es al futbolista mexicano a quien le ha faltado la inteligencia de comprender al aficionado en general. ¿Por qué? Porque la gente vive inmersa en una realidad dura y cotidiana que el jugador ignora, desconoce y dimensiona lejos de su universo. Feminicidios, desapariciones, crímenes, bajos salarios y exhaustas jornadas laborales son la narrativa habitual de entornos nacionales a lo largo y ancho de todo el territorio. Un gran sector de la población se despierta con miedo al horror o pesadumbre por la incertidumbre.

Las alegrías que se buscaban en el futbol, fuga natural de los individuos durante décadas, ahora son escasas o inexistentes con relación a la Selección Mexicana. A eso se suma el hecho de que se carece de un ídolo que sirva como aliento para abrazar la fe e impulsar la motivación; Jorge Campos, Cuauhtémoc Blanco y Rafael Márquez no tienen sucesor en el apartado de la idolatría y sostén de comunión.

El sentido de pertenencia y la identidad de la playera tricolor entre futbolistas y afición atraviesa un periodo de fractura. ¿Qué hacer en la etapa de transición o reinvención tras el fracaso mundialista en Qatar 2022? Los jugadores mexicanos bien pueden prestar atención a lo que hicieron croatas y marroquíes en la Copa del Mundo: mirar a su gente. Hacerlo en el estricto sentido de la palabra con relación a una realidad de la cual parecen no ser parte. Para sentir en conjunto esa camiseta, hay que sentir primero al país y sus latidos, que ya no son los mismos de antes. Hoy duelen, duelen bastante.