Nunca se había vivido algo así en ninguna parte del mundo. Ni la visita del Papa Francisco a Brasil en 2013 en la que convocó a más de 3 millones de personas, ni el festival de música Love Parade en Berlín en 2010 con casi 3 millones, ni el concierto de Jean-Michel Jarre en Moscú 1997 con más de 3.5 millones, ni el millón de personas que se dio cita en el funeral de Maradona, ni el de Evita Perón con dos millones. Tuvo que ser el tercer campeonato del mundo de Argentina, que a su vez desencadenó la sucesión del mejor jugador de la historia por el nuevo mejor jugador de la historia, y todo esto bajo una atmósfera de pesimismo extremo producto de una decadencia política, social y económica de proporciones incalculables.
Estos últimos días en Argentina han sido de un éxtasis desmesurado. Y cómo no lo iban a ser… Entramos en una periodo de transición en el que las nuevas generaciones proclamaron a su nuevo ídolo como el más grande de la historia, uno que a diferencia del anterior, lo han vivido en carne propia, mientras que las otras generaciones que apreciaron en vida a Maradona, y otras que pudieron vivir a Pelé, están procesando el significado de esta transición futbolística que supone perder argumentos sólidos de debate y asumir que la discusión sobre cuál es el mejor jugador de la historia ha fallecido.
Por eso no resulta extraño que el exceso de fanatismo se haya apoderado de las calles de la Argentina. Nunca se habían visto tantas camisetas con el 10 en la espalda. Está claro que el 10 es el número predilecto que le tocó a este país, al menos en lo futbolístico.
Los dos representantes mas exquisitos de la historia del futbol, nacieron en esta tierra al sur del continente.
La atmósfera que ha envuelto los festejos en Argentina está llena de simbolismos. Messi publicó una foto acostado en la cama con la Copa del Mundo y bebiendo mate. Qué imagen más argentina que esa para transmitirle a la gente que hoy este país es el centro del mundo y acapara la atención de los cinco continentes. Los jugadores brindaron ante cinco millones de personas con un vaso recortado de una botella de plástico -tal y como dictan los cánones de la fraternidad en la calle y la casa en Argentina-, relleno de fernet con coca-cola, o con vino y gaseosa, o simplemente cerveza, al mismo tiempo que los fans hacían lo propio mientras se agolpaban al autobús descapotable que llevaba a los nuevos ídolos albicelestes rumbo al Obelisco.
Los jugadores querían sentir al pueblo, a la gente, abrazarla como a la Copa del Mundo. Se percibía ese deseo de los seleccionados de volverse terrenales, deseo también de transmitirle a su gente sus humildes orígenes, de decirles con una imagen que la distancia entre el éxito y la riqueza se reduce a cero cuando hay de por medio un campeonato del mundo que no habría sido posible sin la comunión entre ambas partes.
Messi y Scaloni son los artífices de esta estrategia. Decidieron que esta Selección iba a transmitir humildad y sería de bajo perfil, y acertaron. Lograron una empatía sin precedentes. Esta Selección transmite sencillez. Renuncia a su condición de convertirse en un arsenal político para el partido en el poder. Rechaza la invitación del presidente para asistir a la Casa Rosada para evitar que politicen su triunfo y se cuelguen la medalla que no les corresponde.
Esta Selección proclama a los cuatro vientos su hartazgo por la política, lo que la acerca aún más a la mayoría de las y los argentinos que tienen el mismo sentimiento de repulsión.
Esta Selección huye del protagonismo. Cuida sus formas. Es inteligente y austera. Por eso despertó la euforia de cinco millones de personas que decidieron invadir las calles del centro de Buenos Aires. Las imágenes que nos dejó el festejo pronosticaban decenas de muertos. Dos hombres delirantes se aventaron de un puente cuando el autobús de la Selección pasaba por debajo. Uno corrió con suerte y cayó dentro, pero el otro cayó de espalda contra el asfalto. Un mensaje en twitter describía perfectamente el humor negro argentino: uno quiso estar más cerca de Messi y el otro más cerca de Maradona.
Decenas de personas se subieron a los techos de plástico del metrobús que parecían no resistir ni un par de macetas. Se puso a prueba la ingeniería civil de los puentes de la autopista cuando millones de personas se amontonaron durante horas para ver a sus ídolos. Las autoridades temían lo peor. Otros descerebrados destrozaron la puerta de metal del Obelisco para subir hasta la punta y proclamar su insensatez. Menos mal que ninguno quiso emprender el vuelo con tremendo subidón de emociones.
Argentina, el país de las cábalas
Los argentinos están llenos de cábalas. No conozco otro país que se le parezca. Ni Brasil, que hace un gran esfuerzo. La Selección Argentina estaba evaluando -no sé si al final se concretó-, meter al Kun Agüero a la concentración para que durmiera en la misma habitación de Messi como había sido durante la última Copa América en donde se habían proclamado campeones del continente.
Escuché a Sofía, una niña de apenas 11 años, cuando Argentina más sufría el acecho de los franceses, decirle a su madre que le tocara el pie como “la vez pasada” para que cambiara el rumbo del partido. El portero/vigilante de un edificio me contó que después de la única derrota de la Selección, ya no volvió a compartir un partido con su familia, y que esa decisión había sido clave para que Argentina ganara la Copa del Mundo.
Pero la mejor es la de un chico en Santa Fe que fue internado en un hospital después del partido contra Arabia Saudita, y ahí vivió los siguientes partidos de la fase de grupos, Octavos, Cuartos, y Semifinal, hasta que recibió el alta previo a la final, pero le pidió al médico que por favor no se lo diera hasta después de la final porque iba a romper la cábala, y ¡así lo hizo! vio la final desde el hospital y no salió hasta ver campeón a Argentina.
Así podría escribir cien párrafos, pero vale la pena describir lo que se vivió en la calle, que fue único. Tan único, que la Selección tuvo que ser evacuada de la multitud. Fue imposible realizar el trayecto completo al Obelisco porque el 9% de la población total de Argentina estaba proclamando a su nuevo ídolo como el mejor de la historia. Eso y el incidente de los dos delirantes que se aventaron del puente, provocaron un cambio de planes. Los jugadores llegarían al Obelisco, pero no por tierra, sino por aire. En helicópteros, dieron la vuelta olímpica al Obelisco, mientras la gente, en señal de alabanza, levantaba los brazos cantando a sus nuevos ídolos. Fue una imagen conmovedora. Las fotografías de los helicópteros comenzaron a circular por las redes con profundo orgullo y cariño a la nación.
Dios es argentino (y no es referencia a Messi o Diego)
Los conductores de noticas de los diferentes canales de televisión coincidían en algo: Dios se ha vuelto argentino. Y no lo decían refiriéndose solamente a Lionel Messi , sino porque la fiesta de dos días terminaba milagrosamente sin mayores consecuencias que algunos hospitalizados, detenidos, y algunos altercados públicos.
Así fue como viví la última parte de esta gran aventura mundialista que podría dividir en cuatro episodios y en tres continentes:
- El primero, desde Doha, Qatar, en donde pude vivir por primera vez un mundial y entender que esa fiesta en toda la extensión de la palabra, desde lo que sucedía en el campo de juego así como la hermandad y cofradía multinacional que se vivía en sus calles, fue un momento único para los qataríes, porque después del sportswashing volvería la cruda realidad. Esas casi tres semanas de júbilo futbolístico, de cazador de historias, de trabajo intenso y pocas horas de sueño, me enseñó que un mundial es una pieza única e irrepetible.
- El segundo, desde Madrid, donde hice escala durante tres días y me tocó la postdepresión ibérica después de la tragedia contra Marruecos. La sensación era de fracaso rotundo y desconexión futbolística.
- El tercero, desde Ciudad de México, en donde viví Cuartos de Final y Semis junto al gran equipo de juanfutbol, que lo había dejado todo en la cancha para llevar a los fans el mejor storytelling.
- Y finalmente, el cuarto, desde Buenos Aires, en donde viví la final y pude saborear el éxtasis desmesurado de un país con exceso de fanatismo y un pesimismo extremo debido a una falta de alegría social, política y económica, que además, desde hace años no asiste a la cancha en familia por la falta de seguridad en los estadios y que aprovechó esta coyuntura para salir a la calle a proclamar a su nuevo ídolo mundial y comenzar la sucesión de poder de Diego Armando Maradona a Lionel Messi.