Con la extinción de Monarcas Morelia para dar vida a Mazatlán, los futboleros michoacanos recurrieron al corazón para mantener vivo lo único que les quedaba: el recuerdo de lo que alguna vez fue su equipo.
Muchos se abrazaron del primer y único título de liga en su haber (que celebraron en el Invierno 2000), otros se cobijaron en la memoria del nombre que más alegría e identidad les generó, Atlético Morelia.
Saber que ya no eran aficionados de primera división fue un duro golpe. Se habían quedado huérfanos de festejar victorias y llorar derrotas, sobre todo de ídolos, un parámetro que dejó alto, muy alto, Marco Antonio Figueroa, a quien por unanimidad de sentimientos invocaron el día que se anunció la mudanza a tierras mazatlecas.
Incluso aquellos futboleros que no lo vieron jugar, pero han construido su imagen de leyenda a partir de lo que cuentan padres, abuelos y población en general, enaltecen al Fantasma como un personaje que solamente brindó felicidad a Morelia, como si hubiera nacido para ese propósito.
Figueroa se convirtió en ídolo por el camino más difícil, que es no cumplir con los estándares de éxito que marca el futbol, tales como ganar campeonatos o ser la estrella de un equipo denominado “grande”. Sin embargo, lo consiguió con valores del futbol que comienzan en un vestuario y trascienden a la tribuna: sudar la camiseta y el sentido de pertenencia.
Durante la Copa de Campeones de la Concacaf de 1988, el vínculo afectivo entre Fantasma, Atlético Morelia y afición alcanzó su momento cumbre de comunión con la victoria de 9-0 frente a Coke Milpross, de Belice; Figueroa hizo cinco goles en el juego que le dio por primera ocasión proyección internacional al club michoacano.
Goles son amores, y esos goles del ‘88 latieron con fuerza en miles de aficionados al enterarse de que Morelia ya no era plaza de Liga MX. Así inició un nuevo capítulo del amor por Figueroa a través del arte de extrañar y recordar, privilegio que tiene todo futbolero siempre y cuando no pierda la memoria o deje de sentir.