Todos hemos conocido a alguien que durante muchos años de su vida menospreció a la lucha libre por considerarla un deporte popular, pero su percepción cambió en cuanto accedió a pisar una arena y dejó atrás sus prejuicios para descubrir un mundo que terminó por adoptar como terapia para olvidarse de sus problemas.

Y es que la lucha libre, entre sus bondades, tiene la cualidad de ser terapéutica para el público. Aquellas personas que padecieron toda la semana con intensa carga de trabajo, tensión por exámenes escolares, discusiones en casa y rupturas amorosas, encuentran en una función luchística la oportunidad de desahogarse.

 

La conexión entre el espectador con los luchadores es inmediata. A través de los atletas enmascarados, los asistentes alteran sus emociones y se transforman. Ni siquiera recuerdan que traen broncas encima. Lo único que quieren es entregarse a ese momento, disfrutar de ese universo junto a los personajes que arriba de un ring les permite sentirse bien.

Al observar y escuchar un primer pierrotazo, la adrenalina hace de las suyas en la gente. Ya sea para apoyar al técnico o al rudo, la sangre hierve en las venas de quien paga un boleto para apreciar ese show deportivo. Y es en la palabra oral donde encuentra la puerta abierta para ser partícipe de lo que sucede en el cuadrilátero.

 

 

Desde la ingenuidad de un “vamos Atlantis”, “te amo Shocker”, “Dandy, eres lo mejor”, se trasciende a tonos más elevados que sirven como remedio para el desahogo de todos los males: “Rómpele su madre a ese cabrón”, “eres un pinche tramposo”, “maldito, desgraciado, imbécil”. 

En varias ocasiones, el luchador se convierte en el reflejo del penar que aqueja al espectador. Puede fungir como el maestro, el marido, el jefe, la ex, la tía incómoda, la vecina chismosa, o cualquier personaje que cause estrés en la vida diaria, y por ello es receptor de un sinfín de improperios a lo largo de toda la contienda. Lo mejor es que el propio gladiador tiene noción de ello, por lo que interactúa aún más con esos aficionados, esto a sabiendas de que las gradas son catárticas.

Entre broma y broma suele recomendarse a personas en crisis ir a las luchas porque en una arena pueden relajar tensiones, o por lo menos gritar a todo pulmón para liberar el alma sin que nadie las juzgue. 

Y los “terapeutas enmascarados” solamente cobran un aplauso, o muchos. De igual forma se dan por bien pagados con mentadas de madre, siempre y cuando hayan funcionado para que el público gozara de un rato alejado de sus problemas. Así, cada vez que se ingresa a una arena, se accede a dos opciones en una sola: atestiguar un espectáculo deportivo y vivir una sesión terapéutica.