Muy pocos se atreverían a amenazar al gigante del futbol mexicano, al rival que parece invencible, el que lo puede todo y que su espacialidad son las hazañas. Antonio Mohamed lo hizo a 90 minutos de hacer historia: "Traemos la suerte del campeón".

Con el rosario que siempre lo acompaña en la mano, el Turco se encomendó a la más poderosa divinidad para consumar el milagro y levantar la copa en la más mítica cancha del futbol mexicano. Tenía una promesa muy especial por cumplir, hasta allá, hasta donde elevaba sus oraciones, y tenía que ser así, inigualable, majestuosa, histórica y heroica.

Tenía 11 guerreros en la cancha como cómplices y en la tribuna una multitud alentando, saltando y rezando también. La historia del futbol aún no reconoce a este equipo como un "grande", pero su gente sí, su gente que se hizo sentir desde lo más alto del Coloso de las ilusiones, con la fe intacta y hasta opacando por momentos a la afición local, cuando en una sola voz hacían vibrar el recinto al grito de "Rayados".

Y Rayados es Campeón. Leonel Vangioni anotó el penal de la proeza. Entonces, antes de cualquier festejo, Antonio Mohamed rompió en llanto, aferrado a su rosario como una auténtico contacto hasta el cielo, la promesa estaba cumplida: Monterrey es campeón, tal como se lo prometió a Farid, su hijo que falleció en 2006.

 

Pero no sólo hizo campeón a sus Rayados, lo hizo derrotando al América y en su casa, sólo tres equipos pueden presumir tal osadía, Cruz Azul, León y ahora el conjunto regio.

El Turco logró lo impensado. Enmudeció a un Estadio Azteca lleno cuando todo era fiesta, cuando todos ya festejaban la "14" después del 2-0 en el primer tiempo; acabó con el "monstruo" que se presume como el más odiado e invencible, al que Monterrey no derrotaba en esta cancha desde hace siete años.

Mantuvo la calma en el equipo, replanteó su juego, movió sus piezas, corrigió errores tras ser superado los primeros 45 minutos y cuando tuvo que elegir, eligió a sus mejores tiradores y hasta el orden en que iban a patear. Todo lo hizo bien. Sin duda, se llevó la partida en estrategia ante otro poderoso, su gran amigo Miguel Herrera.

Nadie notó el cansancio de las 36 horas de viaje desde Qatar, ni el agotamiento por los cuatro partidos disputados en menos de dos semanas, y hasta en el olvido quedó que Monterrey apenas si entró a la Liguilla, en el octavo lugar.

 

Todo lo hizo bien el Turco, tomó un equipo destrozado a mitad de torneo, cuando todo parecía perdido, enderezó el rumbo, le dio personalidad, lo llevó a la Fiesta Grande y lo hizo Campeón, de paso, lo consolidó como el tercer mejor equipo del mundo, tras quedarse a la orilla de la hazaña y perder su único partido ante el Liverpool. Bien pudo ser segundo o primero del Mundo.

Entonces, su nombre retumba por todo el Estadio Azteca, mientras los seguidores incrédulos de las Águilas abandonan poco a poco el recinto, la leyenda del Turco se hace inmortal y los presentes, los que hicieron el viaje desde el norte del país, los que creyeron siempre, los que no dejaron de alentar, le agradecen, se le entregan, lo ovacionan.

¿Hasta dónde va dedicado este título? "A mi mamá, a mi papá y a mi hijo, ellos deben tener un banquete allá arriba".

Así fue como el Turco conquistó la quinta estrella para la Pandilla, la tercera en su cuenta personal y luego de dos intentos fallidos al frente de Rayados. La tercera fue la vencida, la de la promesa cumplida y la gloria alcanzada.

 

El entrenador argentino conmovió y se ganó el corazón de todo el futbol mexicano, y así será recordado siempre, como un maestro de la estrategia, el técnico de las hazañas el de la fe intacta, el de la fortaleza inquebrantable y con un rosario siempre en la mano, como su más fiel contacto hasta el cielo. La quinta del Turco y su Pandilla quedará marcada para siempre como uno de los capítulos más emotivos y memorables del futbol.