Algo le habrá visto. Tomás tenía 16 años, era parte de los equipos juveniles de la AAT y todavía no había comenzado su carrera como tenista profesional, recién a fines de ese año ganaría su primer punto ATP. Pero ya se conocía con Juan Martín Del Potro: había sido sparring del equipo de Copa Davis en 2015 cuando Argentina venció a Serbia en Tecnópolis para meterse en las semifinales, pese a que Delpo no pudo jugar por lesión. Hacía tiempo que Etcheverry se peloteaba con los grandes.

Con La Torre, además, siempre lo compararon por la altura: el metro 98 del tandilense contra su 1,96. Algo le habrá visto Del Potro que cuando intentaba recuperarse de sus lesiones y buscaba su mejor tenis lo llamaba a él. “Además de entrenar, Delo también se encargó de darme un par de consejos para que los aplique a la hora de jugar”, contó en 2018, en una de esas tantas veces que finalizaban con una foto para llevarse de recuerdo, jugando nada menos que con su ídolo. Justamente, él fue el último tenista menor de 24 años en llegar a esta instancia en Roland Garros. Hoy Tomás Etcheverry sigue sus pasos.


Aquel pibito que empezó a jugar al tenis no por herencia sino por casualidad -un regalo de sus padres para las vacaciones que lo entretuvo más de lo esperado- anda por París haciendo historia, viviendo por fin el sueño que tanto deseó y por el que no dejó de pelear. Su vida desde aquel verano en Cariló estuvo signada por el polvo de ladrillo, construyendo un sueño que se va cristalizando en este Grand Slam.


Tomás, en el centro, con el equipo de Copa Davis en 2015.

Un salto… al calabozo


La primera vez que su nombre comenzó a sonar fuerte no fue particularmente por una buena noticia. Lo que muchas veces sucede en las películas, esta vez le pasó a él: cuando mostró su pasaporte en el aeropuerto durante la gira Europea que estaba realizando, lo apartaron de la fila integrantes de la Policía Militar, lo esposaron y lo llevaron a la comisaría de Köln, en Alemania, desde donde pensaba viajar a Polonia para disputar su próximo torneo.


Se asustó. Mucho. Estaba solo, hablaban en inglés y alemán delante de él sin poder entender qué pasaba. Estuvo 24 horas preso hasta que intercedió la ATP: había superado el límite de días que se pueden permanecer en la Comunidad Europea, 90 en total. En cuanto lo liberaron decidió dejar atrás la gira y llegó a la Argentina, previa escala de 11 horas en Estambul, durmiendo en el piso y aún con miedo.


La pesadilla no se terminó al regresar: se contagió de COVID 19 durante el viaje de retorno y por eso al tocar suelo nacional debió instalarse en un hotel de Buenos Aires, aún sin poder ver a su familia, con la que esperaba encontrarse tras 7 meses de espera. Que, además, estaba viviendo también un momento especial.


Una dedicatoria sentida


Tras vencer al nipón Nishioka, Etcheverry contó que durante un momento complicado del partido le pidió ayuda a su hermana, Magalí. Magui era una médica neonatóloga que en 2020 fue diagnosticada con cáncer de mama. Madre de Galo y Juana, los sobrinos de Tomy, luchó hasta septiembre del año pasado cuando su cuerpo dijo basta.

Tomás y su hermana Magalí.

Aquella semana lo encontró en Tel Aviv, siendo 87 del mundo y logrando lo que hasta allí era su mejor triunfo: una victoria ante Aslan Karatsev (top 40 en aquel momento) en el ATP 250 de Israel. Y la primera vez que le dedicaba la victoria a Magui, algo que se repetiría cada vez. Ella seguía paso a paso el camino de su hermano.

Ahora, a punto de enfrentar a Zverev en los cuartos de final, está virtualmente en el puesto 31° del ranking, en un 2023 que no deja de sorprenderlo. Llegó a dos finales este año (250 de Santiago y 250 de Houston). Aquel famoso cartel contando los puntos que le restaban para alcanzar a Novak Djokovic ya pasó a ser anecdótico: hoy sólo piensa en que Nole y Carlos Alcaraz están justo del otro lado del cuadro y, aunque su rival no es nada fácil, por qué no soñar con algo más.