Pasaron apenas 227 días. Siete meses. Menos de un año. Es lo que tardó Sergio Batista en ponerse la camiseta celeste y blanca y salir Campeón del Mundo, levantar ese trofeo que es para pocos, poquísimos. Debutó en la Selección un 14 de noviembre de 1985 y un 29 de junio del año siguiente -227 días después- estaba en el estadio Azteca, dando la vuelta olímpica con la magia de Diego Armando Maradona en el verde césped y las excentricidades de Carlos Salvador Bilardo en el banco de suplentes.
Tenía 23 años “Checho” y la estaba rompiendo en el Argentinos Juniors de lujo que había sido campeón del 84 y 85, de la Copa Libertadores de ese mismo año y que había caído ante la Juventus en Japón por la Intercontinental, en un partido épico e inolvidable, en el que le tocó errar un penal en la definición.
A eso se le sumaba -dentro de un año fenomenal- que no formaba parte del plantel que había disputado las Eliminatorias y por eso se veía lejos del Mundial 86. Ya casi había perdido las esperanzas. Pero llegó el llamado. Un par de amistosos. Una histórica estadía en Tilcara.
Aquella citación cambiaría su vida para siempre. Fue parte del corto proceso previo y se convirtió en un hombre fundamental en la conquista: jugó los siete partidos, se transformó en baluarte, en quien le daba equilibrio al medio, siempre bien ubicado, con elegancia para anticipar, quitar y distribuir. Su falta de velocidad en las piernas lo compensaba con agilidad mental.
Pero, además de lo que hacía en la cancha, Batista, el hermano del medio que conoció a Maradona en las Inferiores del Bicho, se subió al carro del Doctor desde que lo escuchó por primera vez en el 83, para el torneo Esperanzas de Toulón, cuando apenas había asumido.
Se plegó a sus locuras (si hasta le cambió la fecha de casamiento para que no coincidiera vaya uno a saber con qué), pese a que en México casi pega la vuelta antes del inicio del Mundial porque se enojó con el DT… Fue su termómetro y con él fue campeón y subcampeón en Italia 90. Y, de aquella generación, fue el primero en llegar a entrenar a la Selección. Ahí donde lo conoció y dirigió a Lionel Messi. Y le dio una medalla de oro al seleccionado.
¿Cuántos en el mundo del fútbol pueden decir con orgullo que jugaron con Diego y dirigieron a Messi? Y que, además, hayan podido celebrar con ambos. El Checho es, sin dudas, un prócer del equipo nacional que tiene muchos otros capítulos que vale la pena repasar.
El creador del semillero
Una tarde, como tantas otras, Checho y sus hermanos (el Chino es el mayor, el Bocha el menor) llegaron hasta la puerta de un club de barrio cerca de su casa de Devoto, en en Villa del Parque, en la Ciudad de Buenos Aires. Había básquet y otros deportes pero de fútbol ni noticias. Sin embargo, había una canchita despintada y unos arcos que extrañaban las redes y los gritos de gol.
Se lo contaron a Papá José, que había jugado hasta la Reserva en Racing y llevaba a los chicos a la sede de la calle Nogoyá. Y le dieron una idea que pronto fue proyecto y luego fue una parte gigante de la historia del fútbol argentino. José habló con la gente del club, llevó pecheras, pelotas, hizo los arcos y armó el primer equipo de baby del Club Social Parque.
Más tarde llegó Ramón Maddoni y Yiyo Andretto y juntos crearon las bases del club que nutriría de cracks primero a Argentinos y más tarde a Boca. De allí surgirían nombres como Juan Román Riquelme, Carlos Tevez, Esteban Cambiasso, Federico Insúa, Juan Pablo Sorín, Fabricio Coloccini, César La Paglia, Diego Placente, entre tantos otros. Pero todo comenzó con Checho.
En aquel pequeño club de la calle Marcos Sastre, Sergio dio sus primeros pasos en el baby para luego dar el salto grande a las Inferiores de otro gran club, el Semillero del Mundo. Jugaba en la Pre Novena de Vélez hasta que el DT del Bicho lo vio y se dijo a su papá que lo llevara al club. Así, a los 12 saltó a la cancha de 11, y comenzó la relación entre Parque y Argentinos, que durante años nutriría de sus mejores talentos.
Claro que Checho llegó al Bicho pero como delantero. Todavía era bajito y no jugaba mucho. Cuando pegó el estirón le encontraron la mejor ubicación en el campo, su lugar en el mudno, y de ahí se hizo dueño del mediocampo hasta llegar a Primera. “Si no, hubiese terminado laburando en el negocio de mi viejo”, contó.
En esas Inferiores, cuando estaba en la Novena, hizo migas con un tal Pelusa, que estaba en Séptima. Andaban siempre juntos porque ambos vivían en el mismo barrio. Compartieron poco: el debut de Diego se dio a los 16 años y el de Checho cuando ya Maradona había sido vendido a Boca. Con 18 años, un 14 de junio de 1981, el mediocampista salía a la cancha. No fueron tiempos fáciles.
La gloria es de Argentinos
En el 81, lograron zafar del descenso. En el 82 se repitió la historia. La semilla plantada por Angel Labruna como entrenador y con el dinero que ingresó por la venta del Diez, terminó en una historia feliz. Argentinos fue campeón del Metropolitano 84 y repitió la gesta en el Nacional del 85. “El gol que más grité en mi vida”, dijo sobre el zapatazo que le metió a Vélez y que lo catapultó al estrellato.
Faltaban dos capítulos más en la historia del barbudo (que se dejó crecer la barba por un tema de acné pese a que su papá rechazó el look categóricamente), que fue pieza fundamental en un equipo histórico con nombre como Commisso, Pavoni, Olguín, Borghi o Vidallé. Un fútbol vistoso, ofensivo, un equipo futurista que sólo pensaba en atacar. Con José Yudica como entrenador, y en el Defensores del Chaco, ante América de Cali -de Ricardo Gareca y Julio César Falcioni, se consagraron como el quinto equipo argentino en levantar la Libertadores.
Y el Bicho llegó a Tokio, para jugar la Intercontinental ante la Vecchia Signora de Michel Platini. A Batista le tocó otra vez, como ante los colombianos, patear uno de los penales. Pero esta vez la pelota no entró. Y Juventus fue campeón del mundo, pero nunca olvidarán que estuvo dos veces contra las cuerdas.
El llamado de Bilardo
En enero del 86, a cinco meses del Mundial, Carlos Bilardo decidió llevar a 14 jugadores a concentrar diez días en Tilcara, en la provincia de Jujuy, para acostumbrar al plantel al clima y las condiciones de México: calor, 2.000 metros sobre el nivel del mar en un paisaje árido.
“No había otra cosa que hacer que correr y jugar al fútbol”, contó Batista. Pero aclara que fue un acierto: “Trabajábamos en tres turnos: 8 de la mañana, 12 del mediodía -con 40 grados porque era enero- y luego a las 6 de la tarde. Fue una odisea, pero hay que reconocer que nos hizo muy bien como preparación para el objetivo de jugar con calor y altura”.
Allí hizo un curso intensivo sobre Bilardo. No sólo comprendía sus particularidades sino que las aceptaba y adoptaba. Así, conoció a su hijo diez días después porque estaba concentrado, cambio su casamiento de julio a septiembre, se daba cuenta cuando un objeto era cambiado de lugar, vio millones de videos porque “los del medio tienen que saber todo” y hasta se peleó. Fue en la previa al Mundial. Batista era cambio cantado en cada partido y el mediocentro pensó que lo hacía por cábala. En esa discusión, en la que estuvo Maradona como mediador, logró convencerlo con seguir.
Eso sí, recién 15 años después supo la razón por la que siempre lo sacaba en los partidos y, además, no lo dejaba irse al vestuario. “Me hacía sentar a su lado y relataba el partido para que viera los errores, para que fuera un técnico en la cancha”. Sin saberlo, estaba dando sus primeros pasos como DT. Un periodista y su papá evitaron que abandonara la concentración.
Allí en Tilcara surgió la anécdota de la supuesta promesa a la Virgen de Copacabana: regresar para agradecerle el título. Algo que ocurrió varias décadas después pero teñido de movida marketinera…
Con la camiseta número 2 estampada en su espalda, aquel 29 de junio jugó la final del Mundial. Pese a las críticas previas, el equipo levantó la Copa, con un Diego Maradona magnánimo. Y un Batista en todos los detalles: fue uno de los primeros en llegar a abrazar a Jorge Burruchaga después del 3-2 -tras asistencia de Diego- ante Alemania en la final, pese a que Bilardo les prohibía abandonar sus puestos para celebrar.
Es que Checho no quería festejar: les fue a avisar a sus compañeros que faltaban aún cinco minutos de partido más lo que iba a adicionar el juez. Un alumno ejemplar del Doctor… Tan enfocado estaba que recién comprendió lo que habían logrado cuando regresaron a la Argentina.
“Apenas terminó fui unos minutos al vestuario y de ahí al antidoping con Diego y (Héctor) Enrique. Estuvimos una hora y no hacíamos comentarios del tipo ‘che, somos campeones’. No. Mirábamos las pantorrillas de Briegel y no lo podíamos creer. Caíamos cuando llegamos acá, con la gente”, contó en El Gráfico.
Lo mismo le ocurrió con el gol de Diego a los ingleses. “Yo lo reputeé, le dije que era un marciano, ¿qué le ibas a decir: qué lindo gol? No entendíamos nada. ‘¿Viste lo que hizo éste?’, nos decíamos uno a otro”, relató.
Italia 90 y el sabor amargo
Pese a convertirse en un soldado de Bilardo, Sergio Batista también fue hombre de César Luis Menotti: dos filosofías contrapuestas pero que Checho supo aprovechar. De hecho, solía consultar a ambos para cuestiones de la dirección técnica una vez que colgó los botines. Y nunca habló del tema con ninguno de los dos entrenadores. Si algo sabía el mediocampista era ubicarse…
Fueron dos años en River, después de abandonar Argentinos Juniors en 1987. Menotti llegó a Núñez y con él una gran cantidad de jugadores consagrados. Tanto furor causó que 10.000 personas se agolparon para ver un entrenamiento. Sin embargo finalizó en el cuarto lugar y se fue sin pena ni gloria. Batista luego, ya con Carlos Reinaldo Merlo, se iría de River con un título bajo el brazo.
Antes de volver al Bicho, llegó otro momento cumbre en su carrera: Italia 90. Otra vez bajo las órdenes de Bilardo, de quien era bastión: en la previa fue titular en 38 de los 45 partidos. Era una nueva camada, con algunos experimentados del 86 pero sin poder encontrar su mejor versión. La defensa del título comenzó torcida con la derrota ante Camerún en el debut. Argentina se recuperó y llegó a los octavos de final, pero Checho perdió la titularidad.
Las críticas caían sobre el volante, que se enojó con Bilardo y olfateó una mano negra, apelando a las altas esferas. Sin embargo, nunca pudo comprobarlo: entendió tiempo después que sus profecías tenían mucho más que ver con el enojo por perder el puesto que con la realidad. Una amonestación ante Italia en la semifinal (aquella de las heroicas atajadas de Sergio Goycochea en los penales) lo dejó afuera de la definición contra Alemania, aquella del penal cobrado por el árbitro mexicano Edgardo Codesal.
Fue el último partido de Batista en la Selección. Su recuerdo es de un Diego llorando sin parar en el vestuario. Y el comienzo de unos años difíciles hasta que encontró otra vez el rumbo y, tal como lo había anticipado Bilardo cuando lo dejaba cerquita de su banco, su pasión como DT.
La caída y la resurrección
Luego del Mundial y de volver a Argentinos, ya con 28 años, llegó su momento más oscuro. En 1991, su papá José lo fue a ver a la cancha del Bicho. Tras la práctica, Checho se fue a ver al médico por un dolor de cintura y su padre a la casa de un amigo. Falleció en el camino. Fue un golpe durísimo para él. Era su bastión en el fútbol y en la vida. Sintió, en ese momento, que no podía jugar más.
“Me sentí perdido, me faltaba algo bastante grande, me caí en todo sentido y hasta deje de jugar al fútbol”, contó. Las malas compañías, los amigos del campeón, lo llevaron al camino de las drogas. “Me equivoqué. Yo no tenía ninguna necesidad, pero a veces te van llevando y no sabés por qué”, confesó. Su carrera podría haber continuado pero él hizo un stop. Decidió no jugar más. Estuvo un año sin hacer nada. Dice que no le gusta revolver demasiado la historia y sólo lo hace por si “a alguien le sirve”.
La salida de su momento más duro fue irse. Muy lejos. Fue en el 93. “Tenía que salir de acá, tenía un entorno difícil. Me quería ir, fui casi sin contrato. Vino Huguito Maradona que estaba en Japón, ‘necesitan un dos en Japón, te animás’. A la semana estaba en Tokio, no me interesaba el contrato. Fue lo que terminó de recuperarme, pero yo le debo todo a mi familia, a mi señora”.
Se fue a tierras niponas cinco años. Su hijo Nicolás apenas tenía seis meses. Pero se los llevó a todos para finalizar su rehabilitación allá. “Mi señora fue lo máximo, lo máximo. El 90% de mi recuperación fue gracias a ella. Siempre estuvo al lado. Mirá que te tienen que aguantar. Y a ella no la movías con nada”, relató. Ella y sus hijos armaron las valijas.
En Japón no sólo encontró la paz, también dio sus primeros pasos como entrenador. Primero en la doble función en el Tosu -donde disputó 95 partidos y metió cinco goles-. Después fue ayudante de Jorge Olguín en el Fukuoka. Y ya de regreso en Argentina lo llamó All Boys para realizar la misma tarea. En aquella primera temporada casi logra el ascenso con los botines puestos. En la segunda, ya sólo como DT, logró llevar al equipo a las semifinales del Reducido por el Ascenso.
De Godoy Cruz a dirigir a Messi
Su carrera como DT lo llevó por todos lados: con Argentinos logró un ascenso a Primera, Talleres de Córdoba, Bella Vista de Uruguay, Nueva Chicago y luego se sumó al cuerpo técnico de San Lorenzo para ser ayudante de Oscar Ruggeri. Pero otro llamado crucial desde la AFA cambiaría su destino: estaba en Godoy Cruz, dirigiendo en la Primera B Nacional, cuando le dieron el cargo en la Sub 20 de Argentina.
Era 2007 y por delante tenía nada menos que los Juegos Olímpicos de Beijing, mientras Alfio Basile se hacía cargo de la Mayor. El mensaje de Julio Grondona fue claro: debía ir con el equipo más competitivo posible. A ese plantel se sumaba Juan Román Riquelme, se podían sumar jugadores de más de 23 años (también fueron Javier Mascherano y Nico Pareja), y un joven Lionel Messi de 21.
“En la Sub 20 me tocó trabajar con una de las mejores camadas que ha tenido Argentina en su historia. Di María, Gago, Banega, Messi, Lavezzi… Daba gusto verlos jugar. Profesionales de una enorme carga técnica y gran personalidad”, contó en The Coaches Voice. El desafío era ganar la medalla dorada, repetir lo hecho cuatro años antes en Atenas y con Marcelo Bielsa. El plantel se reunió en la previa y marcaron el objetivo.
“Recuerdo que hice la lista de 23 jugadores en menos de una hora”, contó. Y dejó a muchos talentos afuera.”Aquel equipo te simplificaba todo, eran fenómenos. No había que decirles casi nada, todos sabían lo que tenían que hacer y así nos fue: ganamos la medalla dorada”, recuerda.
Argentina definió el torneo con Nigeria, gracias a un gol de Angel Di María. Durante mucho tiempo, Checho sintió que no se le dio suficiente valor a ese título, a esa medalla de oro. Sin embargo, esa vuelta olímpica lo llevó a su desafío máximo: ser el entrenador de la Selección. Tras la salida de Basile y luego del paso de Maradona en el Mundial de Sudáfrica, algo que enojó a Diego.
Un 3 de noviembre de 2010 fue confirmado por Julio Grondona, luego de ser DT interino en tres amistosos. El inicio fue positivo, hasta con una victoria ante Brasil con gol de Messi, en Qatar. Pero duró poco la alegría. Al año siguiente, los malos resultados en la Copa América que se jugó en Argentina, con eliminación en cuartos ante Uruguay incluida, por penales, y una abrupta salida.
Batista sintió que, quizá, la chance de la Mayor le llegó demasiado pronto, que aún tenía pasos que dar, pero era imposible decir que no. Sin embargo, se queda con lo mejor de aquella experiencia. Aunque otra vez el cierre no haya salido como lo soñó.
Por eso, ese cierre no significó el final de su carrera, sino un escalón más. Como buen trotamundos, pasó por China, Baréin y Qatar. Justamente, en ese país, y en el 2022, el día de la final del Mundial ante Francia, se reencontró con la Copa que supo levantar en 1986: junto con Nery Pumpido ingresaron al estadio de Lusail con el trofeo en la mano para entregárselo a Messi. Un honor que pocos pueden darse.
Rodeado de los mejores
“Para mí es un honor haber compartido con ellos. Dos cracks. Los dos mejores jugadores de los últimos 40 años”. Jugó con Diego y dirigió a Messi. Dio la vuelta olímpica, de las tantas que dio, con ambos. Supo lo que es la gloria, también el ocaso, pero sobre la resiliencia. Supo reinventarse y volver, conoce las dos caras de la moneda. Y ahora se dedica a transmitir sus conocimientos al mundo.