A sus 51 años, el ajedrecista Gata Kamsky encarna la resiliencia: superó una infancia dura, llegó a la élite, se reinventó fuera del tablero y hoy escribe un nuevo capítulo en Francia, el nuevo país al que representará pese a haber nacido en Siberia y a haber defendido durante más de 30 años la bandera de Estados Unidos.
El gran maestro sorprendió al mundo al formalizar en junio de este año su traspaso a la Federación Francesa de Ajedrez, después de 36 años compitiendo por Estados Unidos. “¡Mi transferencia está hecha, vive la France!”, celebró en una entrevista con Europe Échecs.
Nacido el 2 de junio de 1974 en Novokuznetsk, Siberia, Kamsky aprendió ajedrez bajo la estricta tutela de su padre, Rustam, una figura muy estricta y que se asemeja a la mucho más conocida relación del tenista Andre Agassi con su padre. . “Yo quería ser campeón para que la misión de mi padre acabara y yo pudiera dejar el ajedrez, para vivir por fin mi propia vida. Esa era mi motivación. Para ser honesto, no me importaba tanto como a mi padre, así que simplemente jugué y traté de aprender”, aseguró en declaraciones a El Mundo.
“Solo lamento haber pasado 30 años en la prisión que mi padre construyó para mí”, manifestó en esa misma entrevista publicada hace unos días por el citado medio.

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Con apenas 16 años emigró a Nueva York y en 1990 ya era gran maestro. Para 1995 había alcanzado el cuarto puesto del ranking mundial, considerado candidato a desafiar a Garry Kasparov. Pero su figura tomó renombre mundial en 1996, cuando se midió nada menos que a la leyenda Antoly Karpov en la final del Campeonato Mundial de la FIDE.
Una derrota que le cambió la vida
Si bien fue derrota, ese hecho lo marcó por completo. “Perdí y mi padre decidió que todo había terminado. Yo estaba feliz; estaba cansado de esos viajes con él. Solo quería vivir la vida de un chico normal”, aseguró sobre aquel episodio. De hecho, un año después decidió retirarse por completo de la actividad y comenzó a estudiar Derecho.
Su regreso fue recién en 2004 y desde ahí ya no frenó. “Volví cuando me sentí libre; quería demostrarme que podía jugar sin ayuda de mi padre”, confesó. En 2007 ganó la Copa del Mundo en Khanty‑Mansiysk, hazaña que define como la mayor victoria de su carrera: “Esta vez gané yo, no mi padre; lo importante era ser feliz con mi vida”. Aquella consagración lo devolvió al circuito de élite y le abrió otra vez las puertas del ciclo por el título mundial.
El gran maestro nacido en Siberia que fue subcampeón del mundo y pentacampeón de Estados Unidos acaba de dar en estos últimos meses otro giro: ya compite bajo bandera francesa tras la validación oficial de la FIDE en junio pasado.

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El traspaso federativo, oficializado en junio de 2025, cerró un ciclo. Sin haber jugado eventos oficiales con EE. UU. en los últimos dos años, la FIDE confirmó que podía competir de inmediato con Francia. El movimiento, de enorme simbolismo, lo habilita además para ser convocado a la Olimpiada de 2026. Sus primeras apariciones públicas tras esto lo mostraron muy entusiasmado por una etapa que también comparte con su esposa, la gran maestra Vera Nebólsina.
Más allá de la biografía, su mensaje hoy es pedagógico. En entrevistas recientes insiste en que el ajedrez debe ser “un arte de vivir”, un deporte de paz y respeto, y que jamás debería suplantar la vida misma. Por eso valora el aula tanto como el torneo, el club tanto como la élite. Son las convicciones de alguien que conoció la presión de niño y que, ya adulto, eligió otro camino sin dejar de competir.





