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Un Mundial no te hace grande

A un año del fallecimiento de Alfredo Di Stéfano, te invitamos a repasar su historia en una competición que se le negó toda su vida pero que no fue impedimento para que se lo considere como uno de los tres mejores futbolistas de la historia. En tiempos de señalamientos e inquisiciones, donde un resultado es […]

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Por Bolavip

A un año del fallecimiento de Alfredo Di Stéfano, te invitamos a repasar su historia en una competición que se le negó toda su vida pero que no fue impedimento para que se lo considere como uno de los tres mejores futbolistas de la historia.

En tiempos de señalamientos e inquisiciones, donde un resultado es capaz de tapar toda la belleza para la que fue creado el juego más popular del mundo, pensar en Alfredo Di Stéfano es una reconciliación con la esencia del fútbol, esa que invita a divertir y divertirse.

Por ello, vale alejarse por un momento de los veintiséis títulos que acumuló a lo largo de toda su carrera, para adentrarse en una historia, en un amor, que le rompió el corazón: La Copa Mundial de Fútbol.

En 1957 Di Stéfano se coronó campeón con la Selección Argentina del Sudamericano de Perú, consiguiendo su mayor logro a nivel de selecciones.

La Saeta rubia, apodo que se ganó cuando todavía era jugador de River Plate, cuenta con la particularidad de haber vestido la camiseta de dos selecciones absolutas. Las reglamentaciones de la época no impidieron que, tras jugar para Argentina en el campeonato Sudamericano de 1947, en el que anotó seis tantos para que la albiceleste se coronase, pudiera defender los colores de la selección española, luego de adoptar la ciudadanía del país que lo adoptó a él en 1956.

Pero a pesar de haber jugado para dos de las selecciones más importantes de la historia, a Di Stéfano siempre le fue esquivo el Mundial, y poco ha tenido para lamentarse y echarse culpas el talentoso emblema merengue, porque esa suerte que acompañó a todo su virtuosismo jugando para River, Millonarios y Real Madrid, no quiso tomarlo de la mano en la competición más importante.

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La primera gran decepción tuvo lugar en 1950, porque la prepotencia política y demagógica del entonces presidente Juan Domingo Perón, obligó a la Selección Argentina a renunciar a su puesto en el Mundial de Brasil por considerar que el equipo no estaba en condiciones de garantizar un título que se correspondiera con la grandeza de la nación. La misma postura se mantuvo para el Mundial de Suiza, en 1954, y la Saeta Rubia comenzó a sentir que su chance no llegaría nunca.

Con España, jugó su primer partido en 1957 ante Holanda y se despachó con tres goles para redondear una victoria por 5-1.

Para 1958, Argentina regresaba a los mundiales tras 24 años de ausencia, pero Alfredo Di Stéfano llevaba casi dos años de ser ciudadano español y de representar a una selección que no logró superar la clasificación europea. Tenía 32 años y el fútbol comenzaba a pasarle factura a un físico que no contaba con toda la teconología que hoy existe para su cuidado.

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Imposible imaginar la felicidad que habrá sentido Alfredo, ya todo un señor de 36, cuando le tocó integrar la nómina de La Furia que viajaría a Chile para disputar el Mundial de 1962. El fantástico Pelé, a quien el mundo ya perfilaba como su sucesor, lo esperaba para medir talentos, pero el duelo nunca se produjo.

Di Stéfano había llegado lesionado a tierras chilenas, arrastraba su dolencia desde la preparación y pocos contaban con que pudiera recuperarse a tiempo. ¿Pero cómo decirle que no, que no podía, a un hombre que tanto le había dado al fútbol? ¿Cómo hacerle estallar el corazón mostrándole que la adultez había llegado en un abrir y cerrar de ojos? Y de pronto, otra ilusión. Porque los médicos pronosticaron que, con los cuidados necesarios, tal vez pudieran recuperarlo en instancias finales de la competencia.

En 1962, España perdió 2-1 ante Brasil, que se consagraría campeón, y quedó afuera del Mundial de Chile en fase de grupos.

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Ahí estaba Don Alfredo, el futbolista más sensacional que había dado la tierra mirando desde afuera, como uno más, implorándole a Dios y a sus compañeros que le dieran una última oportunidad. Lo golpeó la derrota ante Checoslovaquia y volvió a ilusionarse con el triunfo ante México. Lo vio correr a Pelé desde el banco de suplentes, apretó los puños y puso, una vez más, a prueba una rodilla que insistió en decirle no. Y a cuatro minutos de ese duelo decisivo ante Brasil, lo vio a Amarildo robarle el sueño.

España se despidió de Chile y Di Stéfano se resignó a no haber disputado un sólo minuto en un Mundial. Nada de ello fue capaz de borrarlo de la memoria de los que aman el fútbol. Nada de ello impidió que sus hazañas se transmitieran de generación en generación. Nada de ello puede evitar que hoy, a un año de su muerte, se recorran con nostalgia sus historias en una invitación a seguir creyendo que el fútbol, ese juego que hoy amamos porque alguna vez nació un Alfredo, es mucho más que ese frío resultado que mal hemos llamado ganar.

+Una leyenda eterna

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