Grande, muy grande era la encomienda de proteger la portería del América. No se trataba de cumplir solamente con un partido más. Ponerse los guantes para ser guardián del arco águila implicaba cargar sobre los hombros la responsabilidad de dignificar una posición que enaltecieron Héctor Miguel Zelada, Adrián Chávez y Adolfo Ríos.

A la carga histórica que esos tres nombres representaban, se sumaba el escudo de una camiseta que pesa. No cualquiera puede con el reto de lucir y hacer lucir una playera que determina si el jugador está hecho para trascender en un equipo grande o conformarse con formar parte de un equipo chico.

Por si eso no fuera suficiente, ocultándose en los nervios, la adversidad temida que confronta a la ilusión de llegar al futbol profesional junto al plantel estelar: el debut. Ese primer juego que cambia por completo la vida puede ser cruel con algunos. Hay quienes llegan a ese punto y no vuelven a aparecer, transitan por el olvido. En contraste, tipos como Guillermo Ochoa arriban a ese instante determinante abrazados del éxito.

Así ocurrió con Paco Memo el 15 de febrero de 2004. Leo Beenhakker, director técnico del América en ese torneo, confió a Ochoa la tarea de suplir al lesionado Adolfo Ríos. Largo y delgado en extremo, enfundado en una vestimenta negra, Guillermo fue lanzado al encuentro con su destino en el Estadio Azteca contra Rayados.

Monterrey lo recibió con dos goles en el inicio de una carrera futbolística que le ha compensado sus cualidades de arquero viéndose campeón con América, con cuatro participaciones en Copa del Mundo (dos como titular) y experiencias en el futbol europeo. Pero quizá la más emotiva para él fue haberse convertido en un ídolo americanista, sitio de honor que contados jugadores alcanzan por unanimidad en un club cuyos aficionados no le rinden tributo al que sea.

El 15 de febrero de 2004, Guillermo Ochoa pisó por primera vez dos canchas: la del Azteca y la de la inmortalidad para el americanismo. El resto es historia, o leyenda, mejor dicho.