Escenario: Monumental de Lima. Fecha: 23 de noviembre de 2019. Van 43 minutos del segundo tiempo. River está ganando 1-0 y acaricia el bicampeonato de América. Lucas Pratto tiene la pelota delante del círculo central, levemente recostado sobre la izquierda. Delante tiene cuatro compañeros, tomados por ocho rivales. Montiel está escalando solo por la derecha, pero Oso no lo ve. Intenta un pase por adentro, pero lo cortan. Le traban abajo y se la roban. Flamengo sale en velocidad, pero el equipo de Gallardo se reagrupa defensivamente. Bruno Henrique dibuja en un costado un jugadón y deja a De Arrascaeta con ventaja en el área. El uruguayo cede al medio para el ingreso de Gabigol, que justifica su apodo. Es el 1-1, un parcial que durará muy poco.

Entre la pérdida y el gol hay casi veinte segundos, que en el fútbol son un mundo. El héroe de otras gestas quedó marcado por esa situación. La pérdida de la posesión es una cosa, la dificultad defensiva es otra. Pero qué hubiera pasado es una tarea de ucronía. Todavía no pasaron tres años, pero para Lucas Pratto fue una vida. Y en la vida suele haber revancha.

Oso fue la compra más cara de la historia de River, un club que no quiso pagar los cinco millones de dólares que pedía Vélez en 2014, y terminó concretando el deseo de su entrenador cuatro años más tarde en una operación que rondó los catorce. Los fríos balances sacarán sus conclusiones al respecto. Las cálidas emociones dirán que se pagó solo. Pratto comparte con Búfalo Funes el honor de haber marcado en ida y vuelta de finales de Copa Libertadores que el club ganó. Pero el primero lo hizo ante Boca en La Bombonera y en el Bernabéu.

La “caída” de Lucas en la consideración de Marcelo Gallardo fue anterior a la final de la Copa 2019. Con Rafa Borré -todavía máximo goleador del ciclo- cumpliendo con varios casilleros del juego, y la llegada de Matías Suárez, Oso fue perdiendo terreno. En Lima, incluso, entra Julián Álvarez antes que él, aunque Araña cumplió una función de ida y vuelta por la derecha. En el banco se quedó Nacho Scocco. Variantes no le faltaban a ese plantel.

Después vino la pandemia, el parate del fútbol, el regreso a estadios vacíos. En su último año y medio tan solo gritó cuatro goles en más de cuarenta partidos. Le llegó una oferta para irse a Feyenoord y se terminó yendo de River por una puerta diferente a la que tendría que haber marcado su salida. Unos meses después, sufrió la fractura de peroné con lesión ligamentaria en el tobillo. Con 33 años, tranquilamente podría haber sido el final de su carrera. Pero Lucas Pratto necesitaba mostrar que su libro todavía tenía algunas páginas en blanco y que las pensaba escribir.

Apenas 352 días de diferencia. Menos de un año de firmar la rescisión de su contrato, Oso volvía al Monumental. Otra vez tenía la camiseta de Vélez, el club en el que más partidos jugó en su carrera. Ahora su rol era distinto: líder más por el aspecto práctico que por la declamación, referente de muchos chicos a su alrededor. Su físico engaña, pero es el de siempre, el de la (buena) prepotencia. El solidario, el que mejora a sus compañeros de ataque. Otra noche de Copa, otra sonrisa para él.

El destino quiso que, tras la serie contra Talleres, se vuelva a cruzar Flamengo en su camino. Como en toda su carrera, sabe que nadie le regalará nada. Conoce de resurrección y también de gloria. Pratto absorbe lo que lo rodea. Lo asimila. Y está listo para usarlo en la próxima jugada.