Desde afuera es incomprensible. No cabe en la cabeza la idea de que alguien en su sano juicio haya elegido ser del Atlas. Entusiasmarse en balde a cambio de sufrir demasiado es una ecuación masoquista, sobre todo porque el equipo rojinegro suele ser más distante que cercano a ganar un título de liga.
¿Cómo entender que generan felicidad unos colores que a nivel de cancha obsequian más tristezas que alegrías? Para eso hay que ir a la entraña, es decir, al sentimiento atlista. Nadie mejor que los aficionados rojinegros para ampliar el panorama de quienes juzgan y critican su elección de apasionamiento por un escudo.
Y es precisamente el tono de aparente derrotismo eterno el que marca la diferencia respecto a las aficiones de otros clubes. No cualquiera acompaña a los suyos en sus peores momentos, incluso cuando tampoco haya grandes instantes por contar. Muchos abandonan el barco, o se ocultan hasta que vuelva a haber motivo de presumir la camiseta. Pero eso no va con un atlista.
Por el contrario, un rojinegro aguanta hasta el final. Tal como mencionan algunos atlistas mayores de 40 años en Guadalajara: “Nosotros no hablamos de dientes hacia fuera, lo expresamos”. Resistir es motivo de orgullo. Descender, mantener una sequía de campeonatos y clasificar esporádicamente a liguillas son situaciones que difícilmente seguidores de otras instituciones no aguantarían.
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Al rojinegro también le enorgullece que dicha resistencia implica preservar la identidad de un equipo, rasgo que se ha perdido en el futbol mexicano con el sistema de franquicias. Podrá estar al borde de la desgracia en materia de resultados, pero eso no es impedimento para luchar por conservar la autenticidad de un club que no cambia de logo, colores, ciudad y nombre.
Más allá de lo que seguidores de otros equipos puedan percibir o detectar, el amor por Atlas únicamente puede descifrarse desde sensaciones que quizá son desconocidas para varios futboleros, entre ellas el abrazo consciente a la adversidad en todos sentidos y con la frente en alto para evitarla claudicación por más trágica que sea la desgracia.