El fútbol fue, es y será de los jugadores. Nada ni nadie podrá cambiar ese hecho. No es una máxima, un concepto o una idea. Es así. Cuanto más se aleja el juego de sus protagonistas, peor espectáculo se exhibe y más tristes se vuelven los corazones ¿Por qué? Porque cuando Lionel Messi pateaba la pelota en un potrero de Rosario, lo hacía para divertirse. Todos quieren ganar. Nadie juega para perder. Esa discusión está saldada.
Leo baila en un césped de Qatar. Las jugadas del partido serán lo que él decida. A miles de kilómetros de distancia, un país entero lleno sus ojos con esa esencia del fútbol ¿Y qué problema hay si lo marca un tipo 18 centímetros más alto? El capitán se pone de espaldas y esconde la pelota. Se la lleva a la casa. O se la da a un compañero. O tira un caño, pero sin sobrar al rival. El último Messi siempre es el mejor. Y puede hacerlo contra un rival superior físicamente porque el fútbol se inventó para tipos como Messi.
¿Cuáles son los momentos en los que el fútbol es despojado de su esencia? Muy simple: cuando reina el exceso de pensamiento o el deporte se transforma en otro. Un ajedrez, quizás. Los entrenadores deben guiar a un equipo y, por supuesto, analizar a quién está enfrente para saber en qué lugar vulnerarlo. El problema está cuando su injerencia es superior a la del futbolista. No dejar actuar en plenitud al jugador es un atentado contra el arte.
Lionel Scaloni ha generado los escenarios propicios para sus dirigidos. Y entiende de esto a la perfección: “Si yo me equivoco, lo arreglarán ellos”. Distinto fue lo de Tite, por ejemplo. Sus mejores gambeteadores tienen que esperar pegados a la raya a que la pelota les llegue ¿Vinicius se quedó quieto cuando jugó un picado en Río de Janeiro? ¿Alguien le dijo a Antony que no tocara mucho la pelota para esperar el momento justo?
Que se entienda: esto no es un dedo acusador a los entrenadores. Son primordiales para trazar la estrategia de un partido, para generar vínculos saludables, para tejer una armonía que resulte en química grupal y que eso se traslade a la cancha. Saber qué hacer en distintos escenarios es clave. “Adaptarse a los momentos de un partido”. Scaloni creó un equipo capaz de adecuarse a situaciones de repliegue y contraataque o tenencia creativa con pases cortos para mover al rival (cuando mejor juega). De nuevo: el oriundo de Pujato crea espacios para que sus futbolistas utilicen sin temor lo mejor de sí. Apenas inició su camino en el seleccionado, aseguró: “No somos de las mejores selecciones del mundo, perotenemos una cultura futbolística que nos va a hacer volver a ser una de las mejores del mundo. No sé cuándo, pero yo creo que no faltará mucho”. Su ciclo en la selección puede definirse como la perfecta conjunción entre calidad y esfuerzo. Las palabras de Messi son aún más claras: “Cuando este equipo tiene que jugar, juega. Cuando no se puede, corremos todos.”
Si por algo es mejor para el fútbol que Argentina haya sido campeón del mundo en Qatar es porque deben imitarla en todo el planeta. Tiene que haber un quiebre en el sentir (¿sentir?) futbolístico que predomina: creer que todo movimiento en un partido está premeditado y que para cada jugada existe una solución. No es así. Esto es fútbol. Sí, hay situaciones que pasan por casualidad. Simplemente porque quienes lo juegan son seres humanos y tienen que tomar decisiones. Es imposible premeditar el pensamiento humano y creer que se puede anticipar todo lo que va a ocurrir. La llave del juego la tienen ellos.
Para que de más claro con respecto a los entrenadores: la coronación de Argentina puede ser el motivo para que las demás selecciones pongan a cargo de las decisiones futbolísticas a exjugadores. Scaloni, Pablo Aimar, Walter Samuel, Roberto Ayala, Bernardo Romeo o Diego Placente son líderes que se han preparado. Y eso es lo más importante. Como dice César Luis Menotti, estudian y se preparan todo el tiempo, además de tener esa sintonía con los futbolistas del plantel. Que otros países imiten la decisión de crear un proyecto que esté por encima de los resultados, que incorporen a gente como el propio Menotti y que la selección sea una prioridad deben ser puntos para copiar.
Argentina es el último suspiro de un fútbol que le pertenece a los genios. Destrabar un partido cerrado es obra de Messi y ninguno más. Pedir siempre la pelota y hacerse cargo, encontrar pases con ventaja para los compañeros, guiar a un equipo con solo 21 años le cabe a Enzo Fernández. Defender un córner, marcar al rival, correr para el contraataque desde atrás de la mitad de cancha, encarar sin importar lo que hay enfrente, ganar todos los rebotes y hacer un gol de guapo solo puede lograrlo Julián Álvarez. Gambetear una y mil veces cada vez que llega la pelota a sus pies, sin importar si juega por derecha, en el medio, o por la izquierda, como contra Francia, y generar un penal solo lo dibuja Ángel Di María. Ir en contra de eso es la muerte de la individualidad, de lo espontáneo y de la alegría que provoca la creatividad del jugador.
Volvamos a Leo. O, mejor, hagamos una excepción con él y lo que inventa adentro de una cancha, ¿hace cuánto no nos agarramos la cabeza y decimos que no podemos creer lo que estamos viendo? ¿Qué jugador te hace saltar de la silla por deslumbrarte con algo que nunca habías visto o que es poco común? No se puede comparar a excelentes futbolistas con un genio, pero no quedan de esos tipos que te sacan sonrisas sin importar para qué equipo jueguen. “Voy por el mundo, sombrero en mano, y en los estadios suplico una linda jugadita por amor de Dios”, decía Eduardo Galeano. Todos saben dar pases, pero es lo único que hacen. ¿Quién encara? ¿Quién se la juega? ¿Quién es el que levanta la mano para hacerse cargo?
El Barcelona de Guardiola rompió todo. Para bien y para mal. Su fútbol fue un goce divino. Lo imitaron. El problema es copiar cuando no se conocen los fundamentos. El resultado es un plagio barato que perjudica a los jugadores ¿Para qué obligarlos a hacer cosas para las que no fueron hechos? Si sucede en España, se comprende por las características de los jugadores que sacan, pero hasta en ese país es criticable la manera de ver este deporte. Contra Marruecos, el equipo de Luis Enrique no tuvo un solo futbolista que desequilibrase por gambeta. ¿Cómo romper un bloque de 11 jugadores con pases al pie? También se puede ser conservador con la pelota.
El futuro del fútbol está en muchachos como Kylian Mbappé, Erling Haaland, Dusan Vlahovic, Richarlison o Darwin Núñez. Prototipos de futbolista más parecidos a Cristiano Ronaldo que a Messi. Como dice Jorge Valdano: es la (lamentable) victoria de la academia por sobre el potrero. Los físicos privilegiados le ganan al pie que sabe controlar una pelota o la cintura que dice que va para un lado y termina encarando hacia el otro. Qué pena que los futuros mejores jugadores del mundo sean estos, pero la fe está puesta en que los Enzo Fernández, Giovani Lo Celso, Alexis Mac Allister, Leandro Paredes, Paulo Dybala o Rodrigo De Paul sean los que reinen en el próximo tiempo si se emulan las razones por las que son campeones del mundo. Argentina es el triunfo del fútbol sin extremos.
La escuela argentina ya ha sido exportada al Mundial, pero la coronación es lo mejor para las imitaciones. Básicamente, porque somos resultadistas. Que se comprenda: nadie está planteando que en Islandia o cualquier otro país se creen jugadores gambeteadores, sino que se les genere el contexto ideal a los futbolistas para explotar sus mejores características. Sería ingenuo pretender impregnar el carácter argentino en jugadores europeos porque las vivencias son distintas. No se puede cambiar una vida. Lo que sí puede suceder es que prioricen a tipos como Luka Modric, Antoine Griezmann, Karim Benzema, Bernardo Silva, Joao Cancelo, Vinicius Jr., Rodrygo, Giorgian De Arrascaeta, Everton Ribeiro, Nicolás de la Cruz, Alexis Sánchez, James Rodríguez, Juanfer Quintero, Yeferson Soteldo, Phil Foden, Eden Hazard, Federico Chiesa, Sofiane Boufal o Hakim Ziyech.
Argentina se ha aferrado a su esencia, por eso los buenos resultados. Es imprescindible leer a Leopoldo Marechal en “Valores esenciales de la Argentina”. Lo escribió en 1941 y no tiene ninguna relación con el fútbol, pero vea usted si no es aplicable a este equipo:
Toda nación, en tal o cual momento de su historia, puede encontrarse, o bien en un estado esencial, o bien en un estado accidental. Ambos estados se oponen en la medida en que el segundo contradice, olvida o traiciona los valores inmutables que sustentan al primero, lo cual vale decir que todo estado accidental es negativo, y que la nación, al arriesgar en él su propia esencia, puede llegar a los límites de su aniquilamiento.
Cuando la nación vive en un estado esencial, es una nación en acto: en acto de ser, con todos los derechos y deberes que supone la excelencia de ser; en acto de independencia, con toda la responsabilidad que supone el destino de ser independiente. Pero cuando la nación, olvidando su esencia, se deja ganar por solicitudes foráneas, cuando abandona su raíz tradicional para nutriste, en modo extraño y ajeno, entonces la nación entra en un estado de no ser ella misma (por extravío de su forma esencial) y en un estado de peligrosa dependencia (por subordinación a las formas extranjeras que aspiran a subsistir la suya propia).
No perdamos, pues, de vista, nuestra forma de ser, si queremos seguir siendo algo. Por fortuna, siempre ha existido y existe siempre una argentina esencial, fiel a su origen ya sus tradiciones.
Argentina le ganó a Francia la final del mundo con un sello determinado. Dejó un legado. Jugó su fútbol y no mereció definir la copa por penales. El equipo europeo fue reducido a mínimas expresiones. Para que triunfe este fútbol, es necesario la copia. El fútbol sudamericano merecía una alegría así (la región ganó 8 de 11 finales que se disputaron ante europeos, representada por Argentina -3- y Brasil -5-). Las entrañas futboleras argentinas pedían a gritos traer la copa. Los pibes que patean todo el día en un potrero para alejarse de otros males de la vida necesitaban esta victoria. Las pibas que sueñan con un fútbol femenino reglado soñaban con un trofeo teñido de celeste y blanco. Toda una generación que no conocía lo que es ser campeón del mundo rogaba por sentirlo por primera vez. Yo quería que Argentina se coronara en el Mundial de Qatar porque ver una sonrisa en el rostro de Messi me hace los días un poquito más felices.