365 días.
365 días despertando con la Copa. Abriendo los ojos siendo campeones del Mundo. De hermosas mañanas, ¿verdad? 365 días luciendo las tres estrellas. Un año entero, también, cumpliendo miles, millones quizá de promesas.
¿Cuántos habrán de dejado de tomar o comer algo especial? ¿Cuántos habrán abandonado alguna costumbre? ¿Cuántos habrán llegado a Luján caminando -o a algún otro sitio “sagrado”- para cumplir con lo asignado? ¿Cuántos tatuajes nuevos habrá? Cada una de esas ofrendas valió la pena.
Nunca se sabrá si toda esa energía que cada argentino puso al servicio de la gesta deportiva más importante de, al menos, las últimas tres décadas, logró que la historia, al fin, tuviera un final feliz pero seguramente cada uno sentirá que un pedacito al menos de esa copa es suya.
Todos fueron Scaloni poniendo a Di María por izquierda. Todos fueron el VAR convalidando el gol de Messi para el 3-2 a los 107 minutos. Todos fueron la pierna izquierda de Dibu Martínez ante Kolo Muani, todos respiraron profundo antes de ejecutar el penal junto con Montiel. Todos fueron Lionel acariciando y besando esa calva dorada antes de la premiación. Todos.
Argentina, el país que tuvo que agregar vuelos directos a Qatar para seguir llevando hinchas. Argentina, el país que convirtió en Lusail en un estadio celeste y blanco. Argentina, el país que sacó a la calle a seis millones de personas para recibir a los campeones del mundo. Argentina, el que perdió a su máximo ídolo futbolero y soñó con regalarle el título al cielo; el que quería ver a su heredero sacarse la espina de una vez por toda, el que eligió creer. Creyó. Y se le dio.
El camino a la gloria
Atrás quedará la discusión estéril sobre cuál de los campeones fue el mejor de todos. Después de 36 años de la última consagración mundialista, y para toda una generación que creció sin una vuelta olímpica, ellos serán por siempre los mejores de la historia. Los que cortaron la racha, reescribieron la historia, desoyeron a los ingratos que sólo querían verlos fracasar y que se convirtieran en otro capítulo más sobre decepciones y sueños rotos.
No había forma de que no ocurriese. Tenía que ser. Si el Maracaná había sido testigo de que se podía, primero en el 2014 con la final perdida ante Alemania y luego en la consagración en la Copa América ante Brasil -para volver a sentir lo que era ser el mejor del continente-, por qué no, del otro lado del mundo, en un clima inédito para un Mundial, en un país absolutamente ajeno, con otro huso horario, ¿por qué no se iba a dar?
Para abril del 2022, Argentina ya sabía cuáles serían los rivales a los que debería enfrentar por el Grupo C. Arabia Saudita, México y Polonia había dejado como consecuencia el sorteo realizado en Doha. Aunque restaban confirmaciones oficiales, también tenía día, horario y estadio, el Lusail, el más grande de los que participaron de la Copa del Mundo, con capacidad para 80.000 personas.
Para noviembre, con los rivales ya estudiados y el último amistoso confirmado para la semana previa ante Emiratos Arabes, llegó el primer susto: se confirmaba que Giovani Lo Celso se quedaba sin viaje al Mundial, tras lesionarse jugando para el Villarreal. El volante sufrió un desprendimiento del bíceps femoral de la pierna derecha y aunque agotó todas las instancias para poder llegar en tiempo y forma a la fase de grupos, el socio de Messi tuvo que resignarse ante la realidad.
En su lugar, Lionel Scaloni decidió sumar a Exequiel Palacios, quien en la lucha por ser parte de la lista había quedado relegado por su entonces compañero Enzo Fernández. No sería la única modificación que sufriría la lista de jugadores armada por el DT. A pocos días del debut, el hombre de Pujato debió desafectar a Nicolás González y Joaquín Correa por lesión y sumar a Angel Correa y Thiago Almada, quienes fueron despedidos por una multitud en el aeropuerto de Ezeiza. El clima era inigualable.
El amistoso previo fue un 5-0 que sirvió para calmar las ansiedades y estirar la racha invicta: Julián Álvarez la metió, Di María la rompió, la valla de Dibu Martínez seguía invicta, el equipo tenía funcionamiento y Messi estaba enchufadísimo. ¿Qué podía salir mal?
El golpe de realidad
Para muchos fue un sufrimiento innecesarios. Para muchos otros, un golpe en el momento justo. Mucho se había hablado y analizado sobre el equipo de Hervé Renard, 49° del ranking FIFA, sin enfrentamientos previos ante Argentina, con Salem Al-Dawsari como máxima figura. Y Argentina que sumaba 36 partidos sin perder.
Aquel martes a las 7 de la mañana de Argentina, Argentina iría con Nico Tagliafico en lugar de Marcos Acuña y se develaba el misterio sobre el reemplazante de Lo Celso (fue Papu Gómez en ese debut). Salió a la cancha con el objetivo de llevarse esos primeros tres puntos ante el, según los papeles, más débil del grupo. Al minuto y medio, Messi ya había tenido la primera chance y todo parecía encaminarse. A los 8 minutos y tras el penal que le hicieron a Leandro Paredes, el 10 ponía al equipo 1-0.
A los 21 fue Messi; a los 27 y de nuevo a los 34, Lautaro Martínez. Tres goles anulados en la primera etapa, todos por off side, gracias al VAR semiautomático. Hasta Rodrigo de Paul y Angel Di María habían tenido chances de aumentar. Y, para sumarle algo más a favor de Argentina, el capitán rival debió salir por lesión (Al Salman salió e ingresó Nawaf Al Abid).
En menos de diez minutos del segundo tiempo, todo se derrumbó de golpe. Primero Saleh Al-Shehri le ganó la posición a Cristian Romero e igualó el partido. Y luego Al Dawsari sacó un derechazo para clavarla al ángulo de Dibu. ¿Qué estaba pasando? Entraron Lisandro Martínez, Enzo Fernández y Julián Álvarez pero no pudieron revertir la historia. Ni los ocho minutos de descuento ni la salvada de Alamri ante Julián en la línea. No quiso entrar.
El mundo se reía de la Selección. Candidatos al título que caen ante un equipo ignoto que hace historia. “No queda otra que levantarnos”, decía Scaloni y era cierto. “Es un golpe muy duro para todos, no esperábamos empezar de esta manera. Por algo pasan las cosas. Hay que preparar lo que viene, tenemos que ganar o ganar y depende de nosotros“, repetía Messi.
Había que contar los días hasta el partido ante el México de Gerardo Martino. “No los vamos a dejar tirados”, había aullado el Capitán.
Nos volvimo’ a ilusionar
En Qatar y en Argentina ya sonaba con furia (y con algo de miedo por aquellos antecedentes de canciones que no trajeron demasiada suerte en otros mundiales) el hit Muchachos. Y aquella línea representó a las claras lo que significó aquel partido ante México (que había empatado con Polonia). Estaban aquellos que creían y los que tras el golpe pensaron que el equipo de Scaloni había alcanzado su pico en la previa y que nuevamente sería una desilusión este Mundial de Qatar. El peso de aquel 1-2 era demasiado.
Otra vez en el Lusail, que de a poco se iría convirtiendo en el hogar albiceleste, Argentina logró despejar los fantasmas tras la derrota ante Arabia y volvió a lustrar su chapa de candidato. Sobre todo y pese a que el marcador recién pudo abrirse a los 63 minutos del segundo tiempo. Los corazones argentinos latieron demasiado rápido durante cada segundo de aquel partido, que comenzó el sábado 26 de noviembre a las 4 de la tarde.
Aquella tarde, el público argentino era minoría pero se hizo sentir. Sirvió para calmar la ansiedad en ese arranque nervioso del equipo, con errores no forzados y ante un equipo duro, que planteó un partido rústico, con cinco atrás, mucha gente para cortar sociedades y encerrar a Messi. Faltaba sorpresa, cambio de ritmo, explosión, algo que cortara con la monotonía de los toques sin profundidad.
Scaloni mandaba a la cancha a Enzo Fernández, que con sus 21 años había debutado en la Mayor apenes un mes antes, ingresando en un amistoso contra Honduras y asistiendo a Messi en uno de los goles. Su ingreso fue clave para que el equipo se adelantara unos metros y comenzara a generar los espacios que necesitaba. Se sumaron después Julián Alvarez y Nahuel Molina para darle forma al equipo que encontraría los goles y la victoria.
Porque con el equipo acomodado, el que brilló otra vez fue el Capitán. A los 19 del segundo tiempo, cuando recibió a espaldas de los volantes mexicanos, se acomodo y con un tiro de zurda perfecto, rasante y esquinado, imposible para Memo Ochoa, abrió de una buena vez el marcador. El grito traspasó las fronteras y se gritó con el alma en cada lugar del mundo donde hubiese un argentino.
La liberación llegó para todos, porque el equipo -al fin- se soltó. Y comenzó a mostrar destellos de lo que fue. Martino movió su 11 peor no le alcanzó. Porque ya sobre el final, Enzo comenzaría a desandar su camino como figura mundialista: derechazo al palo a los 86 para redondear un partido a puro overol. Argentina, pese a aquellos descreídos, demostró que también podía ganar aún sin jugar bien. Que podía tener paciencia cuando las cosas no salían. Que tenía herramientas para abrir cerrojos pese a aquel fallido debut. Estaba viva. Había que ilusionarse, sí.
Primeros y a octavos
Polonia, el miércoles 30 a las 16 y por primera vez fuera del Lusail (se jugó en el 974, aquel de los contenedores) era el último escollo del grupo. Si la lógica jugaba su partido, Argentina -que iba jugando de menor a mayor en Qatar, debía entonces jugar su mejor partido de la fase de grupos ante los polacos. Y así fue. La Selección, además, quería terminar primera para evitar nada menos que a Francia, que era líder de su zona. No era momento de cruzarlos…
Otra vez hubo que esperar al segundo tiempo para cocinar un triunfo que había comenzado a amasarse en los primeros 45 minutos pero que necesitaba otro golpe de horno. Sobre todo después del penal que Messi, quien en ese partido se convirtió en el primera argentino con 22 presencias en mundiales -cifra que luego aumentaría, claro-, falló a los 38 de la primera parte, tras una falta cobrada por el VAR tras el choque entre el 10 y Wojciech Szczesny, que luego se lo atajó.
La Selección, con la camiseta violeta, estaba jugando mucho mejor que su rival, pero le costó la última línea. Apenas un minuto después de iniciado el segundo tiempo, apareció Alexis Mac Allister para gritar el primero, el del desahogo, el de calmar las urgencias, el de la punta del Grupo C. La Polonia de Robert Lewandowski reaccionó y por eso el DT metió mano en el banco.
Salieron Angel Di María y Acuña e ingresaron Tagliafico y Paredes, con la idea de soltar un poco más a Enzo Fernández. Todo confluyó en el minuto 67, en una jugada colectiva que finalizó con un disparo certero de Julián Alvarez (que luego tuvo el tercero, que pegó del lado de afuera del arco), tras un pase hermoso de Enzo. Un pase que lo dejó en octavos de final ante Australia, segundo del Grupo D. Argentina ya estaba en la próxima fase.
Aprender de los errores
La última vez que los Socceroos habían metido entre los 16 mejores equipos del mundo había sido en Alemania 2006. Pero si había algo que la Selección aprendió en el Mundial fue a no subestimar a los rivales. Por eso, lo que decían los papeles, que estaba 38 en el ranking FIFA, que había dejado afuera a Dinamarca, todo eso no importaba. Aunque había un dato que sí era interesante: la única vez que habían llegado a esa instancia, habían perdido ante la Italia de Pirlo, Del Piero y Totti, entre otras figuras, a la postre campeones del Mundo.
Para eso, sin embargo, primero había que jugar los 90 minutos en el estadio Ahmad bin Ali, el sábado 3 de diciembre. Antes del partido, ya se sabía que Países Bajos esperaba rival: había derrotado 3-1 a Estados Unidos y quedaba atento a lo que ocurriría en el otro estadio. Había rival en cuartos.
Para salir a la cancha, Scaloni sólo realizó un cambio, obligado: Di María afuera por una sobrecarga en el cuádriceps derecho (la buena noticia fue que los estudios no mostraron lesión) y el ingreso de Alejandro Gómez en su lugar. Eso también era una muestra de cómo había mejorado el equipo: de hacer 9 cambios en dos partidos, pasó a una sola variante. Positivo.
Partido número 1.000 de Messi en su carrera, otro partido más siendo la figura. Aunque los australianos buscaron limitarlo, él se las ingenió para, a los 35 minutos, convertir su tercer gol en Qatar, rompiendo además el maleficio no de no haber convertido nunca en instancias definitorias mundialistas.
Esta vez, tras una segunda jugada luego de un tiro libre que él mismo ejecutó y luego de una triangulación entre Mac Allister y Nicolás Otamendi, el 10 definió cruzado de zurda para llevar tranquilidad. El estadio se funde en una reverencia.
No fue un primer tiempo sencillo pero el gol le dio aire y tranquilidad, sobre todo ante un equipo que buscó presionar alto y romper los circuitos de juego, apelando a la pelota parada para asustar a Dibu Martínez. Ya sin Papu y con Lisandro Martínez adentro, Argentina salió a buscar el segundo. Que llegó, otra vez, en los pies de Julián, a 12 minutos de iniciado el complemento.
Esta vez gracias a la presión magnífica de De Paul, que atoró al arquero Ryan y con Alvarez como perro de presa atento, llegó el 2-0 para soñar con los cuartos. Es cierto, antes hubo que sufrir, porque Goodwin (un apellido para temer) metió el descuento después de un despeje y un tiro que dio en Enzo y descolocó a Dibu. Un susto que duró hasta que finalizaron los 7 minutos de adición y que tuvo al arquero nacional como figura tapando el tiro de Kuol.
Hola, Países Bajos
La previa ante Países Bajos comenzó picante. En la conferencia de prensa previa al partido, que debía jugarse el viernes 9 de diciembre, Louis Van Gaal encendió la mecha: “Messi es un jugador que puede decidir un partido en una acción individual. En la semifinal que jugamos contra Argentina en el 2014 no tocó un balón y perdimos en los penaltis. Ahora queremos nuestra revancha”, dijo el entrenador que dejó su cargo tras la eliminación.
Noppert, el arquero, también quiso jugar la carta dialéctica: “Messi también puede fallar un penal. Eso ya lo hemos visto en este torneo. Yo también puedo atajarle un penal”. Lo que no sabían hasta allí es que estaban encendiendo al Capitán. Como nunca.
Pero las declaraciones no fueron lo único que picó el partido. Por aquellos tumultuosos días previos al partido, la alarma se encendió en la concentración. ¿De Paul estaba lesionado? La información se había filtrado y fue mucho después, en febrero del 2023, que el volante reconoció que todo lo que se dijo fue cierto.
“Me lesioné dos días antes del partido en un reducido. Sentí algo atrás y sí, me había lastimado. No me llegué a romper, tenía una distensión, que es como un grado 1. Fue en la última jugada del entrenamiento. Yo nunca me había lesionado ni roto ningún músculo. Cuando termina la jugada, el técnico se me acerca y me pregunta qué me pasó”, relató RDP.
Se hizo una ecografía pero se negó a la resonancia por miedo a que con estudios en mano decidiera dejarlo afuera del partido. Fue un acuerdo con Scaloni entonces: si sentía que no estaba apto para afrontar un partido decisivo, entonces él mismo se iba a bajar. Pero en el mientras tanto quería probar. Hasta Messi le dijo que no jugara por el riesgo que implicaba perderse el resto de la competencia. Finalmente, el día anterior a salir a la cancha, decidió que lo iba a intentar. “Está todo bien”, publicó en sus redes.
Claro que todo eso no fue gratuito. Porque la información, que se mantenía bajo siete llaves, se filtró a la prensa. Y se generó tal revuelo que hasta Scaloni salió con las garras a marcar la cancha para evitar que esos rumores afectaran a su equipo o ayudaran al rival. No se podía regalar nada.
La Batalla de Lusail. Cada condimento de aquel partido confirma que lo fue. La arenga previa, con Dibu diciendo: “Miren afuera, muchachos. Miren afuera, eh. Todo el partido van a estar cagados estos. Todo el partido”. El árbitro español Mateu Lahoz, que amonestó a 14 jugadores (y se retiró algunos meses después), los goles, los penales, las provocaciones, las respuestas y el “andá p’allá, bobo” que inspiró canciones, remeras, tatuajes y demás.
Claro que con el resultado puesto, parece muy sencillo reducir el partido a situaciones aisladas. En lo futbolístico, Argentina supo ponerse en ventaja a los 35 minutos del primer tiempo, producto de una pared entre Messi -que sacó a bailr a Nathan Ake- y Nahuel Molina que el lateral del Atlético Madrid convirtió en grito de gol, casi como 9.
Ya en la segunda parte, sin De Paul pero con Paredes, llegaría un nuevo penal para Argentina, esta vez por una falta a Acuña que Messi tradujo en gol y que finalizó con el Topo Gigio por delante del banco de suplentes en el que estaban sentados Van Gaal y Edgar Davids. Sin embargo, lo que se encaminaba hacia una fiesta tuvo revés inesperado. Otro más en esta historia.
El ingreso del grandote Wout Weghorst rápidamente dio sus frutos: a los 38 llegó el descuento de cabeza y, en los diez de descuento que dio el español, llegó el empate. El mundo parecía desmoronarse. Un partido que parecía controlado pero que debió extenderse 30 minutos más. Media hora con el corazón en la boca, con las pulsaciones al límite, en un clima áspero afuera y adentro.
Forcejeos entre Paredes y De Jong, que también se cruzó con Dibu Martínez, Di María que ingresa tras su ausencia en el último partido, chances desperdiciadas (una de Lautaro, otra de Enzo y un cabezazo de Pezzela) y un palo que le dice que no otra vez a Fernández. El pitazo final, a esa altura, era tan necesario como inevitable.
Emiliano Martínez. Aquel del “Mirá que te como”, el de los peinados particulares (salió con la bandera argentina pintada en el mechón), el de las arengas, el del bailecito, el de cara de bueno afuera pero de malo adentro. El hombre de los penales. Primero a Virgil van Dijk, después a Steven Berghuis, para poner en ventaja a la Selección, que tuvo en Messi y Paredes a sus primeros dos pateadores.
Con la ventaja 2-0, la metieron Teun Koopmeiners, Gonzalo Montiel y otra vez Weghorst. El pulso hizo un stop en el penal errado de Enzo Fernández y la conversión de de Jong pero Lautaro Martínez dijo basta, cruzó su tiro inalcanzable para Noppert, que se tiró al otro palo y a semifinales. En uno de los duelos más épicos de los últimos tiempos (al menos hasta que se jugó la final) argentina avanzó para ser uno de los mejores cuatro equipos del mundo otra vez, ocho años más tarde.
Antes de Croacia, igualmente, apareció otra frase que se hizo viral. Porque pese a los 90 (y pico) de minutos, al alargue y a los penales, el partido no terminó en la cancha. Ya en la zona mixta se inmortalizó el “Qué mirá, bobo. Andá p’allá” que un Messi enojadísimo le espetó al picante Weghorst cuando lo cruzó ya con Argentina clasificada.
Tras el partido también siguieron apareciendo declaraciones, videos e imágenes del duelo más caliente de Qatar. La batalla de Lusail fue para Argentina.
Dale que faltan dos
Después de tanto sufrimiento, de las especulaciones, las palabras cruzadas, el clima tenso, la Scaloneta necesitaba un poco de aire, un triunfo sin ruidos, sin dudas, sin palpitaciones. Un partido redondo, consagratorio, que anulara cuestionamientos (¿quién puede cuestionar a un semifinalista?). Y eso ocurrió ante Croacia. La consagración de Julián Alvarez. La lucidez de Lionel Messi. La brillantez de un equipo que estaba convencido y llevó adelante un plan perfecto.
El estadio Al Bayt fue el escenario para semejante muestra de fútbol. Sin embargo, lo primero fue un sustazo. Porque Messi no dejaba de tomarse la parte posterior de su pierna derecha. El mundo se detuvo. ¿Se lesionó? ¿No puede seguir? Un par de jugadas que no continuó y miradas al banco que paralizaron corazones. Un rato después, el crack ya estaba ok…
En esos minutos de incertidumbre, el equipo balcánico se ubicó mejor con posesión del balón y con un medio encendido comandado por Luka Modric, Marcelo Brozović y Mateo Kovačic. Le quitaron el balón a la Selección, que tuvo que sacar a relucir su mejor versión.
Costó, entonces, que el plan propuesto por Lionel Scaloni quedara en evidencia. Pero a la media hora de juego Argentina ya tenía su chance, de penal, tras un pelotazo largo de Enzo Fernández para Álvarez, que Julián convirtió en falta (elevó su pierna derecha y empujó la pelota por encima del arquero Dominik Livakovic, que lo derribó). Esta vez no hubo dudas y Messi metió el primero para dar comienzo a la fiesta.
La fiesta tenía un invitado especial: el delantero cordobés exRiver. La jugada del segundo, a los 39 de la primera parte es toda de él. Toda. La salida veloz de Otamendi, Leo que apenas la toca para habilitarlo. Pero Julián es el que corre, el que orienta el cuerpo y controla a la perfección el balón para definir como un bailarín. Una joya para darle rienda suelta a la algarabía.
Faltaba, igual, otra perla más en la noche. Porque Leo también quería bailar y por eso lo invitó a Joško Gvardiol a tirar unos pasos en el área. Lo llevó para acá y para allá, hasta la línea del fondo al son de su ritmo, aunque la batuta la llevara Julián, que definió el jugadón del Capitán.
Los argentinos, acá, allá, en todas partes; los que estaban en el estadio, los que habían participado en el banderazo unas horas antes, los que lo veían por TV, o por radio, en Doha, en Argentina, en todo el mundo, todos absolutamente todos comenzaron a cranear las promesas. ¡Otra final! Esta no se puede escapar. Se tiene que dar. Tiene que ser. Por Messi. Y prometieron. Y ellos cumplieron. No sin antes sufrir.
El día más feliz de la vida
La película perfecta debía tener un cierre épico. Inolvidable no sólo por el resultado. Debía llevar al hincha a cielo y al infierno al mismísimo tiempo, lograr confluir todas las emociones posibles, la ilusión, la dicha, la incertidumbre, el miedo, la desazón y el llanto de descarga, el pedido al cielo, el recuerdo a los que están y los que no, las uñas mordidas, la rodilla que no se queda quieta, los que no quieren mirar, los que lo escuchan con delay, la pasión, la locura, el desenfreno.
La Copa. Brillante. Radiante. A la espera. Parece cerca y después lejos. No se puede negar otra vez, al final tiene que haber recompensa. No hay manera de que Messi no sea campeón del mundo. Argentina debe tener esa tercera estrella. Sin Diego, desde el cielo, en los pies de todos, en la energía que emanan, en el grito de gol, en el pie de Dibu, en todas partes. ¿Cómo no va a ser?
Ya nadie se acuerda de la ceremonia final del Mundial, del himno de Lali, tampoco de que fue al mediodía del domingo. Otra vez el Lusail, el estadio de la cachetada pero también el de la resurrección. El lugar perfecto para el último paso.
Ya estaban el Kun Agüero y Gio Lo Celso, y luego se sumaron el arquero Juan Musso, el defensor Lucas Martínez Quarta, los volantes Nicolás Domínguez, Nicolás González y el delantero Joaquín Correa (los últimos dos, quienes fueron bajas a último momento). También salieron vuelos especiales repletos de hinchas que lograron subirse a último momento, para ser casi 35.000. No faltaba nadie.
Meses después de la final, Scaloni dio a conocer cómo trabajó la estrategia que sorprendió a todos pero sobre todo a Francia en aquella inolvidable final: ubicar a Di María sobre la izquierda. “Ellos jugaban con línea de cuatro, nosotros poniendo a Alexis entre líneas hacíamos dudar a Koundé y Ángel podía lastimar porque Dembélé no iba a bajar hasta ahí, o lo iba a hacer tarde. No hacía falta probarlo, sino explicarle en la charla qué tenía que hacer. Lo podía hacer”, dijo el entrenador de Pujato.
Con ese dibujo y esos protagonistas Argentina saltó a la cancha ante los galos de Kylian Mbappé, el luego excompañero de un Messi que nunca había sido bien tratado en Francia. Lloris, Koundé, Varane, Upamecano, Théo Hernandez, Tchouaméni, Rabiot, Griezmann, Dembélé, Giroud y Mbappé. El rival ponía todo.
En el micro sonó Muchachos, como siempre, como cábala. Sonaba en todos lados más como una profecía a cumplirse. Pero ya en el campo de juego se escuchó Live is Life, aquella canción que se inmortalizó con la entrada en calor de Maradona en el Napoli y fue una señal divina.
Iker Casillas ingresó con el trofeo y lo dejó al pie de la cancha, a la vista de todos. El objeto más deseado. Tagliafico adentro, Acuña afuera y todo listo para empezar. Mueve Francia. Griezmann toca con Giroud y el cronómetro comienza a sumar segundos…
Dos faltas, un córner, Lloris que se queda con la pelota, un remate desviado. Argentina está mejor y lo capitaliza a los 22 minutos. Tal como lo había pensado Scaloni, es Fideo el que se va por izquierda y engancha para pisar el área y que Dembele lo tumbe con algo de torpeza. Messi otra vez no falla y convierte. Es el 1-0 que se transforma en 2-0 con otra joya inigualable.
Una jugada magistral. Y un acto de justicia. Quite de Molina, Messi y su magia para Julián, que habilitó a Mac Allister. Ante la opción de disparo, prefirió abrir para Di María, que lo merece más que ninguno. Como en la final por la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Beijing 2008, como en la final de la Copa América 2021 contra Brasil y en el Maracaná, el arco otra vez es del “otro” rosarino. Un premio que tenía su nombre.
Con ese grito, Argentina comienza a desplegar su mejor versión otra vez. Es abrumador el dominio, la seguridad con la que juega el balón y mueve a una selección que no logra entender lo que sucede. La diferencia hasta allí es abismal. Pero la película recién estaba comenzando. Deschamps mete dos cambios antes del descanso: adentro Thuram y Kolo Muani.
Argentina comenzó a dilapidar chances en el inicio del complemento y lo pagó caro. De Paul, Alexis, Julián, Messi. Las llegadas se amontonan pero el marcador se estanca en 2-0. Di María sale y el dominio cambia de sueño. Con Camavinga y Coman, Mbappé tiene la primera chance que es un indicio de lo que vendría. Faltando apenas 11 minutos, el entonces delantero del PSG convierte en gol el penal que Otamendi le hace a Kolo Muani.
Dejarlo con vida fue un pecado y Mbappé lo aprovechó segundos después para poner el empate: un golazo tras una jugada colectiva y lo impensado. El rival está confiado, tuvo un envión anímico y siente que se puede llevar puesta a la Argentina de Messi. La Scaloneta aún intenta comprender qué ocurrió: de partido controlado a empate sufrido. ¿Y ahora?
Tras los ocho de descuento (con la tapada de Dibu ante Rabiot y el remate de Messi que terminó en córner gracias a Lloris), llegó el alargue. Otro más. Como ante Países Bajos. Media hora más de sufrimiento. Se mueven los bancos de los dos lados, salen De Paul y Julián, extenuados; Scaloni ya había sumado a Montiel y ahora ingresan Paredes y Lautaro Martínez, que enseguida se sacó de encima a Upamecano pero Montiel no puede y salva Varane.
¿Fue gol? ¿No fue? Messi aprovecha el rebote del arquero tras el tiro del Toro y Koundé la saca de adentro del arco. Si, si, es gol. Se grita desde el alma, otra vez adelante. Pero dura unos minutos, porque el codo de Montiel toca el balón y Mbappé -que besa el balón antes de patear- convierte otra vez, de penal, el empate. Dibu la mira entrar desde el otro palo.
El cierre fue al borde del infarto: cuatro minutos dignos de la mejor final de la historia. Argentina no se conforma y arriesga, juega en campo rival. Un offside del Toro, un cabezazo que se va cerca, una tapada inolvidable de Martínez ante Kolo Muani (que también fue meme, viral, tatuaje y remera) y la contra de Lautaro. Hasta los 120 minutos (y tres de adición) nada parece definitivo. Hasta que suena el silbato y hay penales.
Messi ya tenía sus récords: el único argentino en disputar cinco mundiales, el de la mayor cantidad de partidos (26), el máximo goleador histórico de la Selección en Copas del Mundo con 13 y jugador de fútbol con mayor cantidad de partidos (26, superando por uno a Lothar Matthaus). Ahora faltaba la Copa.
Y llegó. Porque el 10 metió el suyo, igual que Mbappé, que arrancó la serie. Porque Dibu se vistió otra vez de superhéroe para inquietar a Coman y atajarle su penal, y que después, tras la conversión de Dybala suave, Tchouameni desperdiciara el suyo y el arquero desplegara su baile de hombros ya característico. Porque Paredes apareció cuando debía y porque Montiel respiró, levantó la mirada y tras cinco pasos largos, eternos, remató a la gloria. Pasos que equivalieron a 36 años de espera.
Se abrazan. Lloran. Se emocionan. Todos lo miran a Messi, que extiende los brazos y pareciera abrazar a todos. No llora, sonríe. La sonrisa encandila. Busca a los suyos con la mirada, no sabe, en ese momento, que hay un país detrás que también lo busca y lo quiere abrazar, que llora, que salta, que grita ya sin voz, que se pregunta si es cierto, si esta vez sí, si la agonía (del partido, de los últimos 36 años) por fin se terminó.
Lo quieren ver besarla, abrazarla, mostrársela a un pueblo que lo ama, que él supo conquistar porque nunca se dio por vencido, porque les demostró a todos que eso, ser campeón del mundo con Argentina, era lo que más quería. Un Messi auténtico que ya era líder pero que tuvo su mejor versión allá lejos, en Qatar y que hizo brillar a sus compañeros, con un entrenador al que él mismo bancó cuando nadie confiaba. El creyó. Todos creyeron. Y el sueño se cumplió.
Como un cuento con final feliz, esa imagen de Leo tocando la Copa mucho antes de recibirla de manos de la FIFA, rompiendo cualquier protocolo, emocionó a un mundo que hinchaba por él. Ese festejo con sus compañeros que se replicó en miles, millones de hogares, en cada celebración, cualquiera fuera la excusa. Esa copa duplicada que luego tuvo miles de réplicas de todos los tamaños, en muchos hogares. Los seis millones de hinchas que los esperaron a su llegada, los murales, los recibimientos, la locura total.
Seguirán apareciendo historias, eternamente. Hay películas, libros, documentales para que el recuerdo sea imborrable y se traslade generación a generación. La historia contará que Argentina bordó su tercera estrella aquel 2022, en los corazones todos sabrán que fue el día más feliz de nuestras vidas.